A
los estudiantes, por sus indeclinables luchas
El tema que me propongo abordar es la relación entre universidad y poder, específicamente
desde esa forma del poder a la que contemporáneamente se le da el nombre de biopolítica. Como espero delinearlo rápidamente,
aunque no con el suficiente rigor, la existencia y las transformaciones de la universidad
resultan inseparables de cierta historia del poder, que se ha sedimentado hasta
las formaciones actuales, y que es necesario rememorar a fin de ganar —como en
una instantánea— la comprensión del momento exacto en el que nos encontramos hoy.
Adopto un concepto general de la biopolítica
que ha sido establecido por Michel Foucault (2001; 2005; 2006), entendido como
ejercicio del poder sobre la vida, es decir, relativo a las nuevas formaciones
históricas en las que la vida misma (y ya no sólo algunos de sus aspectos
parciales) ha pasado a ser objeto de la administración, la gestión y el cálculo
del poder. Se trata de un poder que podríamos sintetizar en el hecho de su triple articulación, a saber: como un
poder que se dirige al mismo tiempo sobre los
cuerpos, las conductas y las almas, en una estrategia de captura en la que
la vida misma (y ya no sólo la humana) queda sometida en su totalidad. Para ir
rápidamente, mi tesis es simple: la situación contemporánea de la universidad
no es sólo la de verse asediada o asaltada por los grandes poderes a los que
comúnmente está asociado el modelo de gestión biopolítica (vg., el capitalismo mundial, o el estado policial global), sino
que, más allá de eso, la situación
contemporánea de la universidad es la ser el dispositivo mismo sobre el cual se
forman y se erigen los centros de poder de la biopolítica: como si el poder sobre la vida —en la
extensión de su ejercicio creciente— tuviera su comienzo mismo en la universidad.
Me propongo, pues, delinear en esta exposición el lugar privilegiado que ocupa hoy la universidad como “centro de los
centros” de poder biopolíticos: lugar privilegiado,
tanto por lo que esto significa para los intereses que hoy se disputan el
control global del espacio universitario, como por las posibilidades que dicho
espacio ofrece para el ejercicio de resistencia y contrapoder que puede ser
promovido y propagado desde allí al resto del campo social, si es que todavía
subsiste algo de la genuina fuerza revolucionaria que tradicionalmente ha sido
característica de la universidad. Para ello, pues, en una versión rápida y
apretada, reconstruyamos una síntesis de las relaciones entre universidad y poder, que irá derivando
en la forma contemporánea de la biopolítica.
1.
Arqueología de la universidad como función de Estado
En una idealización por ello mismo errónea, la universidad
que surge en la Edad Media (a finales del Siglo XII) ha sido tradicionalmente
considerada autónoma y libre, y en
esa medida, invulnerable frente a la intrusión del poder. De esta consideración
se derivan los dos principios por los que acostumbramos definir la idea de la universidad, a saber: 1) su
soberanía incondicional y excepcional
respecto a los poderes (en la Edad Media, los poderes religiosos y reales); y 2)
la libertad de investigación (in vestigium ire). A pesar de este ideal, sobre el que la universidad ha
formado su concepto, la realidad de tales orígenes es bien distinta, por lo que
a título de enmienda[1]
hay que definir el surgimiento de la universidad de manera más precisa: no sólo está
desde sus inicios expuesta a ser tomada y asaltada al servicio del poder
(concentrado entonces por las figuras del Papa, el Emperador o el Rey), sino
que si puede verse libre de este asedio es justamente porque, frente a éstos, la universidad de los orígenes se autoafirma
ella misma como poder. El maestro Gonzalo Soto (2007) de la Universidad
Pontificia Bolivariana nos recuerda con precisión erudita esta específica
relación de universidad y poder. Frente
a los poderes dominantes de su tiempo, constituidos por el Sacerdotium (el Papado) y el Regnum
(príncipes y emperadores), la universidad medieval surge como un tercer poder (el Studium), justamente el de aquellos que han adoptado por oficio el
saber[2].
Pero si el oficio del saber constituye una salvaguarda frente a los poderes es
justamente porque este oficio es en sí mismo un poder, como va de suyo en los
postulados foucaultianos que de modo recurrente nos llaman a no perder de vista
la relación entre saber y poder.
De otro lado, sabemos que en su organización medieval
la universidad está compuesta por cuatro facultades: la Facultad de Teología, cuya
proximidad con el poder pastoral la convierte rápidamente y durante los siglos siguientes
en reina de los saberes y de la universidad; a la que seguirán las facultades
de Jurisprudencia, Medicina y Artes Liberales, esta última convertida luego en Facultad
de Filosofía, de la que se desprenderán en la modernidad distintos saberes
particulares y disciplinas. En principio, no hay que ver en esta división en Facultades
una cuestión relativa al poder; más bien ella significa una cierta
externalización de las facultades cognoscitivas, como si la universidad fuese
una objetivación de la naturaleza humana separada en sus potencias (que es lo
que indica el término “facultades”), cada una capaz de producir aisladamente tan
sólo alcances parciales, pero componiendo en su conjunto un tejido de funciones
orgánicas orientadas a la composición del todo. Empero, seis siglos más tarde,
el tema de las Facultades es un problema estrictamente relativo al poder. Nos
referimos concretamente al surgimiento de la llamada “universidad napoleónica”
a finales del Siglo XVIII, momento en el que la universidad es anexada como
“función de Estado”, de donde surge el modelo de universidad estatal (mal llamada
“popular” o “pública”) cuya crisis experimentamos hoy. Si bien el paradigma de
este nuevo modelo es la Universidad de Berlín (regida por Humboldt, Fichte,
Schleiermacher y Hegel, fundada en 1810), su génesis se remonta a los filósofos
de la Ilustración, especialmente a Condorcet y a Kant, quienes casi al mismo
tiempo, aunque en latitudes distintas, la diseñaban en sus respectivos
escritos: las Cinco memorias y el Rapport sobre la Instrucción Pública
(1792-1794), en el caso de Condorcet; y El
conflicto de las Facultades (1794-1798) en el caso de Kant (el cual expondré
con mayor amplitud)[3]. Como es
apenas lógico, los escritos de Condorcet y de Kant en los que la universidad es
convertida en función de Estado tienen algo en común: su confrontación a la
supremacía de la Facultad de Teología en la universidad. Para la universidad
pensada por Condorcet, la Facultad de Teología debe sin vacilación alguna ser
suprimida en nombre del ideal de las Luces;
para Kant, en cambio, no se trata de suprimirla sino de someterla a la
limitación que le viene de suyo de las otras Facultades, agrupadas ahora bajo el
siguiente modelo de organización: el de tres Facultades llamadas “Superiores” (Teología,
Derecho, Medicina), seguidas por la de Filosofía en el lugar de “facultad
inferior”. Lo que está a la base de este modelo es la cuestión del poder, y
específicamente, el interés de convertir la universidad en una garantía para la
sustentación del Estado, en la medida en que las Facultades (en sentido
estricto, las superiores) son consideradas por Kant como una cuestión de gobierno. De este modo, la universidad es para Kant una tecnología,
o mejor, un dispositivo gubernamental perfectamente articulado en la estratificación
(más que en una estructura) de las Facultades. La superioridad de las primeras
residirá en el hecho de sostener una relación directa y ocupar un lugar preciso
al interior del gobierno; la facultad inferior, por su parte, no ocuparía, por
lo menos en apariencia, un lugar semejante en la distribución y ejercicio del
poder, sino que más bien representaría un lugar incómodo por su facultad de
cuestionar el ejercicio de las demás facultades, y por extensión, al gobierno
mismo.
Ahora bien, la función gubernamental de las Facultades
Superiores no podría ser más afín a la biopolítica: a la Facultad de Teología
le concierne el gobierno de las almas;
a la de Derecho el gobierno de las conductas
y costumbres; a la de Medicina el gobierno
de los cuerpos, y con ello, no sólo el cuidado de los individuos, sino
también de la especie. Sus correspondientes representantes son el pastor, el
juez, el médico, que en adelante serán como los arcontes de la ciudad: los que
se reparten la pobre humanidad desmembrada en lo que cada uno de sus poderes respectivos
toma para sí: la salvación bajo la custodia de la religión, para el poder
pastoral; la observancia de las costumbres y de las conductas moralmente
aceptables en el marco de la ley, para el juez; la salud, la enfermedad, el
cuerpo mismo de los hombres para el médico. En la descripción de Kant, esta
tecnología gubernamental a la que sirve la universidad, y de la que el Estado
surge como benefactor de la humanidad, reza del siguiente
modo:
“Conforme a la
razón (esto es, objetivamente), los móviles que el gobierno puede utilizar para
cumplir con su objetivo (de influir sobre el pueblo) serían los siguientes: en
primer lugar el bien eterno de cada cual, luego el bien civil en
cuanto miembro de la sociedad y, finalmente, el bien corporal (larga
vida y salud). A través de las doctrinas públicas que atañen al primero, el gobierno puede alcanzar una
enorme influencia hasta sobre los pensamientos más íntimos y las más reservadas
decisiones de los súbditos, revelando aquellos y manejando éstas; por medio de
las que conciernen a lo segundo,
mantiene su conducta externa bajo la rienda de las leyes públicas; mediante el tercero
se asegura la existencia de un pueblo fuerte y numeroso que sea útil para sus propósitos.
De acuerdo con la razón,
entre las Facultades Superiores debería darse la jerarquía admitida usualmente;
a saber, primero, la Facultad de Teología, a continuación la de Derecho, y, por último, la de Medicina. Por el contrario, según
el instinto natural, el
médico habría de ser el personaje más importante para el hombre, al tratarse de
quien prorroga su vida,
luego le seguiría en importancia el jurista, que se compromete a velar por sus bienes
materiales y sólo en último lugar (casi en el umbral de la muerte), aunque
esté en juego la dicha eterna, se buscaría al sacerdote; pues incluso este
mismo, por mucho que aprecie la felicidad del mundo futuro, al no tener ningún
testimonio de la misma, le reclama ardientemente al médico el permanecer un ratito
más en este valle de lágrimas” (Kant, 1999: 5-6).
Como se ve claramente, y apenas como de pasada, Kant
destrona el lugar primero de la Facultad de Teología, que pasa a ser ocupado
por la de Medicina entre las Facultades Superiores, introduciendo así una
importante modificación en la estructura de la universidad. De acuerdo con
esto, primera será entre las facultades la que para esta vida (biológica,
terrenal, corporal y de la especie) tenga una importancia inmediata, mientras
que las almas quedan como preocupación para la eternidad, sin desconocer la
importancia que el poder pastoral representaría para el gobierno, a saber: “alcanzar
una enorme influencia hasta sobre los pensamientos más íntimos y las más
reservadas decisiones de los súbditos, revelando aquellos y manejando éstas”. De las
Facultades Superiores nos resta decir que, sujetas a la función gubernamental, ya no serán más facultades libres. Esta
libertad la pierden al pasar a depender de órganos de control gubernamental, y
propiamente de los mandatos condensados en los respectivos aparatos de discurso
y en los juegos de verdad establecidos para cada Facultad: el vademécum para el
Médico; el código para el Juez; la sagrada escritura para el poder pastoral[4].
Todo lo contrario ocurre con la facultad inferior, la
de Filosofía, que no sigue ningún libro determinado, sino que es a tal punto libre que puede incluso enjuiciar a las
otras facultades (y con ello al gobierno), pero que, siendo libre para hacerlo,
es al mismo tiempo impotente, por no
ocupar un lugar análogo en la distribución orgánica del poder. Dejo para otro
momento la descripción de la Facultad de Filosofía, cuya potestad de enjuiciar a
las otras obliga a éstas a mantenerla “alejada de sí a respetuosa distancia”,
del mismo modo que la consideración según la cual un “gobierno ilustrado” no
temerá la libertad de pensamiento, siempre
y cuando esta facultad se mantenga como inferior, y mientras se limite a expresar
sus cuestionamientos únicamente entre los muros de la universidad, sin incitar
al pueblo a sublevarse motivado por asuntos de los que —dice Kant— nada
entiende, y que deberán dejarse como temas de las disputas académicas en las
que tampoco el gobierno considera conveniente entrometerse (y esta conferencia
es un buen ejemplo de ello).
Vuelvo, pues, a mi tesis inicial. Desde el momento en
que la universidad es anexada como “función de Estado”, pasa a ocupar un lugar
central en el ejercicio del gobierno; y este gobierno, en cuanto se dirige ya
desde tiempos de Kant a los cuerpos, las conductas y las almas, prefigura una
tecnología biopolítica que, mediante el dispositivo de las Facultades Superiores,
comienza propiamente por la universidad. Sea esta una reconstrucción
arqueológica de la universidad, como el repaso de un asunto que debería estar
suficientemente claro para todos los universitarios, y desde el cual podemos
ahora proyectar algunas consideraciones sobre la contemporaneidad.
2.
La nueva ecumene: el capital
Como todos sabemos, la Facultad de Teología, salvo en
algunos casos, terminó por desaparecer de las universidades de Estado, pese al erróneo
intento de Kant por mantenerla como función del gobierno. Esta desaparición se
explica, entre otras razones, por el hecho de que el poder pastoral por su propia naturaleza no es una función de Estado,
sino otro poder tan grande o incluso mayor que el del Estado, pues no es un
poder temporal, sino destinado a la eternidad, y con el cual eventualmente el
Estado entra en disputas, cuestión que conocemos en la forma de la división de
las grandes masas de poder que son Iglesia y Estado, cuyo tratamiento en todo
caso no es de este lugar. Como quiera que sea, lo cierto es que, contra la
pretensión de Kant, terminó por imponerse la decisión de Condorcet de suprimir
la teología de las universidades de Estado, de manera que hoy es una Facultad
aparte, que sólo toma la voz en las universidades confesionales (católicas y
protestantes), donde mantiene —aunque tímidamente— su lugar de Facultad
fundadora y señora de la universidad.
No obstante esta supresión, la universidad no dejó nunca de prestarle al Estado el servicio de
gobernar las almas, sino que esta función fue atribuida a una nueva tercera
Facultad, surgida con el desarrollo de nuevas fuerzas sociales en el siglo XIX,
y con los nuevos saberes de Estado: la Facultad de Economía, que paulatinamente
pasó a ocupar el lugar vacío dejado por la Teología en la distribución orgánica
del poder estatal emanado de la universidad.
Al ocuparnos de la economía, la tomamos en un sentido
amplio, no sólo el de Facultad, de manera que en su campo pueden estar
contenidos otros saberes y disciplinas formados en el siglo XIX y XX, con sus muchas
hibridaciones (por ejemplo, la estadística y su hibridación con la medicina
para el control de la salud pública), a cuyo campo habría que integrar también
las Ciencias Sociales, e incluso las Escuelas Técnicas, las Escuelas de Ingenierías
cuya finalidad desde antiguo ha sido en esencia de tipo militar, por cuanto hacen
posible otro tipo de apropiación del
saber y del hacer de indudable uso
y provecho gubernamental[5].
Adoptaré, pues, un concepto de economía como el
formulado por Aristóteles (Pol. 1253b
1-10), el cual según Giorgio Agamben integra tres tipos de relaciones: “las
relaciones despóticas entre amos y
esclavos (que incluyen generalmente la dirección de una hacienda agrícola de
grandes dimensiones); las relaciones paternales
entre padres e hijos; y las relaciones conyugales
entre marido y mujer” (Agamben, 2008: 41). Valga recordar que la economía tiene
por objeto preeminente estas relaciones, y sólo por extensión los bienes
materiales y las relaciones de producción, lo cual la aproxima tanto a la
función gubernamental como al poder pastoral. De hecho son muchos los autores
que han postulado una génesis teológica
no sólo de la teoría del Estado bajo el modelo de la soberanía, caso de Carl
Schmitt (2009), sino incluso una génesis
de la economía bajo el modelo de la teología, como es el caso de Max Weber (2004)
en su estudio sobre La ética protestante
y el espíritu de capitalismo, y el de Giorgio Agamben, a quien nos hemos
referido, siguiendo los desarrollos de su libro El reino y la gloria. Una genealogía teológica de la economía y del
gobierno.
En la modernidad, la economía hizo parte de la teoría
del Estado, sobre todo desde la Ilustración, adoptando la forma de “economía
política”, como en el caso de Rousseau (1982), en su artículo para la Enciclopedia de Diderot y DʼAlambert. Esto
significaba que la economía era asunto del control del Estado, por ejemplo, en
la forma de las finanzas públicas y otras materias. Pero convertida en Facultad
universitaria desde el Siglo XIX, la economía permitió la formación de un poder
aún mayor que el del propio Estado, a saber: la nueva ecumene a la que desde tiempos de Marx damos genéricamente el
nombre de “el capital”. En un aspecto
esencial, con este nuevo saber se redistribuyen las relaciones de poder, al
punto que la economía deja de ser una función del Estado, y más bien el Estado
se vuelve una función intermedia de la economía, de modo que la antigua
economía política es reemplazada —como ocurre actualmente— por una política
económica.
Durante el Siglo XIX, alimentada por las nuevas
fuerzas y apoyada en los nuevos saberes, la economía tomó por objeto la
producción en la forma primaria del trabajo
material, y concretamente, bajo la forma de la explotación, magistralmente descrita por Marx, cuyo legado ha sido
una contribución definitiva a los proyectos emancipatorios de la humanidad. Actualmente,
por su parte, la economía se dirige al control de otras formas de producción
como es el caso del trabajo inmaterial,
una vez agotadas las fases previas del capitalismo artesanal y agrícola y del
capitalismo industrial, hasta llegar a la fase del capitalismo en la que nos
encontramos hoy: el capitalismo cognitivo[6].
En este contexto, un nuevo gobierno (ya no estatal) se
cierne sobre la universidad ocupando todos sus espacios, ritmando todos sus
movimientos, administrando el conjunto de los saberes: la organización corporativa o empresarial del capital global, que
es la que hoy en día somete a pasos agigantados la ya obsoleta “autonomía” de
la universidad. Una vez más, aunque ahora de manera más terrible, la
universidad es anexada al circuito de la producción y el mantenimiento de un
nuevo poder: un nuevo control biopolítico
de los cuerpos, las conductas y las almas, sometidos a un dispositivo de
gestión y cálculo racional, en el que los conocimientos, los talentos, las
capacidades, las fuerzas de creación se tornan la genuina fuente del valor, y
como tales, el nuevo objeto de explotación. Este modelo de gestión, que se
extiende a todo el campo social, comienza por las que nunca han dejado de ser
las Facultades Superiores universitarias: la de Medicina, vuelta hoy un
verdadero flagelo, dedicada al control poblacional bajo los rigores de la
medicalización permanente, caso ejemplar de la psiquiatría, encargada de
someter toda resistencia y acallar los pequeños brotes de discrepancia[7]; la
de Derecho, dedicada a mantener la hiperinflación normativa y el poder de
Estado en la forma pura de la ley; pero especialmente la Facultad de Economía,
nueva señora dedicada a mantener y garantizar la deuda infinita, más duradera e
irredimible que el pecado original; todo ello finalmente refrendado por un
estado policial global (el “monopolio legal de la fuerza”) bajo cuya vigilancia
vemos desfilar la silenciosa procesión de los académicos, demasiado ocupados
escaneando sus diplomas y apoltronados en el paraíso pequeñoburgués del confort
profesoral, como para tomarse la molestia de incomodar a los agentes de la
medición, la estandarización, la acreditación, la indexación y demás embelecos,
que al día de hoy comandan la vida universitaria: una vida cada vez más
irreconocible, cada vez más desapasionada, cada vez más funcional y rutinaria,
donde lo único que vemos pasar es la llegada del nuevo modelo, la expectativa
de una nueva bolsa, y los cuerpos docentes así como sus discursos cada vez más impotenciados,
bajo el canto de sirenas de la investigación y la innovación.
Entonces para volver a lo concreto, a las preguntas que
nos conciernen directamente a nosotros, aquí y ahora: ¿qué es lo que realmente
estamos haciendo de nuestro ser universitarios? ¿Qué es, a la luz de esta
microhistoria del saber y el poder, lo que estamos haciendo de y en la
universidad? La pregunta no proviene sólo de quien ocupa un lugar en la
Facultad de Filosofía, pues sería una torpeza inexcusable creer a la letra con
Kant que la filosofía no tiene una relación semejante a la que las otras facultades
sostienen con el poder. También la filosofía hace lo suyo en la sustentación
del poder, y en especial, bajo esa forma de racionalidad que carcome hoy todas
las facultades de filosofía del mundo: la filosofía política del liberalismo. La filosofía se aviene muy
bien a la sombra de los poderes, o si no, hay que ver las solapadas relaciones
y los discretos lugares que ocupa respecto a los centros de poder de la
universidad. También la filosofía sirve a este entramado biopolítico en razón
del uso y andamiaje del discurso en el trabajo de fundamentación de los saberes
(positivismo, pragmatismo, epistemología) sobre los que se forman los poderes
cuyo ejercicio comienza en la universidad. La filosofía no permanece inmaculada
respecto a la construcción y el uso de los poderes, ni respecto a la función
gubernamental. La filosofía institucionalizada, la filosofía de profesores que
se vuelve tribunal de la razón queda anexada al conjunto de la
instrumentalización y el cálculo de la contemporánea condición biopolítica. ¡Tanto que hasta la economía echa mano de
ella, con discursos como la ética empresarial, la responsabilidad social
corporativa, las políticas públicas, el emprendimiento, la administración de
sí! Todo esto para plantear entre nosotros, los filósofos, la facultad libre e
impotente, y ante el grueso de los universitarios, una única cuestión: ¿qué es
lo que hacemos nosotros, aquí y ahora, en el entramado de los poderes a los que
sirve por completo la universidad? ¿Qué hay de nuestra libertad, qué hay de
nuestra potencia —en todo caso, distinta
del poder—? ¿O es que acaso sólo nos queda el lugar de la impotencia, el más indigno toda vez que hemos alcanzado las
libertades del pensamiento?
3.
Biopolítica de la vida profesional: razones para las nuevas luchas
Por su parte, en el contexto que hemos
descrito, los estudiantes universitarios han dejado de ser lo que eran antes, a
saber, jóvenes en formación, para convertirse en trabajadores precarios desde
el momento de su ingreso a la universidad. Esto se ratifica en la manera en que
los estudiantes se insertan en los sistemas universitarios de investigación
(semillleros, programas de jóvenes investigadores, grupos de investigación con
proyectos financiados, etc). La inserción de los estudiantes en tales sistemas
pone de relieve las tensiones y contradicciones entre la investigación libre y la investigación
dirigida, esto es, entre el conocimiento
vivo —cuya
condición propia es la autonomía— y su
validación, reconocimiento y gestión institucional, ya sea mediante la supervisión
ministerial o la de sus sucedáneos, las Vicerrectorías y los Sistemas
Universitarios de Investigación. Por eso, en lugar de gravitar en discusiones
en torno a las formas jurídicas (como es el caso de las actuales luchas contra
la interminable reforma universitaria a nivel mundial), más urgente resulta
interrogar el estatuto de la producción
de saber en la transición hacia la “universidad investigativa” y hacia la
“sociedad del conocimiento”, en las que este último se vuelve objeto de las
decisiones políticas a medida que sufre el asedio permanente de su apropiación
por el capital.
En ese contexto, la “gestión” de las
fuerzas vivas del pensamiento y la creatividad de los jóvenes pasa por la criba
y la selección de prospectos, en lo que resulta ser una intervención directa
sobre ese nuevo medio de competencia que es la universidad. La política de
investigación toma entonces por función la de compartimentar los flujos de la
formación y el trabajo del conocimiento, en la larga serie de mediaciones y
ascensos (estudiantes destacados, prospectos, becarios, magíster, jóvenes investigadores,
investigadores junior, asociado, sénior y demás subtipos y requisitos) que,
con el embeleco de la promesa del “éxito” profesional (trabajo-remuneración) y
el refuerzo de los incentivos (proyectos financiados, pasantías, becas),
disuelven el término que otrora representaba la profesión, relanzándola al
calvario de la cualificación y la formación permanentes. El Sistema establece
así un mecanismo perverso que combina el reconocimiento y la explotación, por
cuanto subordina el “proyecto” de los jóvenes (su vida profesional) a moldearse
bajo la estricta observancia de las condiciones de selección, en todas y cada
una de sus instancias de validación.
Para Gigi Roggero (2013), todo esto
ocurre cuando la producción de saber
ha sido recodificada bajo la racionalidad empresarial del costo-beneficio, e
inscrita por tanto en el circuito del mercado global de la educación. En este
caso, lo que hay que reconocer es que, siendo como son productores de
conocimiento, los estudiantes no son ya considerados fuerza de trabajo como
aprendices, sino que son de inmediato trabajadores precarios, en los mismos
inicios de la formación. La cadena de explotación que se abre presupone, sin
embargo, que la sola profesión no basta; que la antigua garantía del título
universitario para el ejercicio laboral queda reducida a la insignificancia;
que el “futuro” como profesional, y sus concomitantes expectativas de
realización personal, han sido confiscadas por un abstracto sistema de
subalternidades y rangos, que comienza por la subordinación directa de los
estudiantes promovidos y su reclutamiento al servicio de un Grupo, un proyecto
o un profesor (el líder), bajo un
complejo funcionamiento que, además del requisito de los méritos académicos,
interpone el paso por el aparato administrativo, el azaroso camino de las
convocatorias y concursos, el revisionismo constante de la evaluación, el
acrecentamiento individual de la deuda en educación de posgrado, y en fin, los
rigores del tiempo muerto de los papeles y despachos, entre los que se fragua
la vida del estudiante como trabajador. Como contraparte, el Sistema amenaza de
modo constante con la posibilidad del fracaso, al dejar el remanente de una
gran masa de estudiantes y profesionales confinados a las márgenes: los
“condenados de la tierra” en los predios de la investigación
institucionalizada, aquellos que engrosan la “población flotante” del
cognitariado más precario (los “no aptos”, los grupúsculos de estudio
arcaicamente románticos, los “semilleros” ingerminados, los profesionales
desempleados, la masa mercenaria y desesperanzada del profesorado por horas
cátedra…).
Prácticas cotidianas como los
semilleros de investigación en realidad son parte del proceso de selección
natural y lucha por la existencia al que se enfrentan hoy los estudiantes
universitarios, pero al mismo tiempo, una instancia de incubación y enganche en
el circuito de explotación constituido bajo la gramática ministerial del modelo
lineal de innovación (I+D) y la política de ciencia y tecnología (CyT). Por
esta razón, la lucha de los estudiantes debe ser su reivindicación autonomista en
escenarios de investigación libre en
los albores de un capitalismo cognitivo
que, en último término, depende de la producción de saber como genuina fuente
del valor. Lo que vemos prefigurarse es una lucha por el conocimiento que
deberá prolongarse en un movimiento de fuga y de éxodo, toda vez que “en las
nuevas jerarquías sociales y en la emergente composición de clase, la
universidad no es el único lugar donde se produce conocimiento y cultura”
(Roggero, 2012). En su lugar, la academia ha sido excedida por flujos de
producción de saber diseminados por doquier en el campo social, desarrollados
sin jerarquías de clase en espacios y escenarios alternos de cooperación,
capaces por tanto de nuevos modos de organización y nuevos medios de expresión.
De lo que se trata hoy es más bien de hacer consistir la autonomía del conocimiento vivo en una auténtica revolución del conocimiento vivo. El
cognitariado, y en especial los estudiantes, deben ser capaces de trazar, entre
las grietas del Sistema, una deriva de sus fuerzas vivas (el talento), lejos de
un modelo de gestión del cual el saber humano nunca necesitó para
desarrollarse, pero que hoy vemos naturalizado tras dos siglos de anexión de la
universidad como función de Estado, y en el momento de su integración
capitalista al mundo empresarial.
Finalmente, es también responsabilidad
de nosotros, los profesores, no prestarnos más a este modelo de gestión que
vampiriza los cerebros, los cuerpos, y en suma, la vida de los jóvenes, que les
roba las almas solapándose en el andamiaje de la burocracia de la investigación
universitaria, cuya función es justamente la de bisagra en la transición a la
forma empresarial o corporativa de la universidad. En función de la
nomadización y del éxodo, habrá que volver, entre tanto, a las formas sólo
aparentemente caducas del sabio aficionado, del autodidacta, a la relación
entre maestro y discípulo, pero también potenciar las prácticas colectivas de acceso abierto, en las que sin guardarse
para sí los secretos de la profesión, las técnicas, las ideas aparentemente
únicas de los proyectos institucionales, acontece el milagro de una educación
concebida de manera más originaria como producción
social y como acto de solidaridad y donación. Los estudiantes tendrán que
reclamar así de sus profesores la coherencia con el deber que Nietzsche (1999) prescribía,
si es que todavía algún sentido justifica el mantenimiento de las escuelas:
“Tus verdaderos educadores y formadores te revelan cuál es el auténtico sentido
originario y la materia fundamental de tu ser, algo que en modo alguno puede
ser educado ni formado y, en cualquier caso, difícilmente accesible,
capturable, paralizable; tus educadores no pueden ser otra cosa que tus
liberadores. He aquí el secreto de toda formación”.
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* Cognitario.
Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia
(Medellín-Colombia). Esta conferencia es producto de las reflexiones realizadas
en el Seminario de pregrado: “La universidad sin condición”. Fue leída en la
Universidad Industrial de Santander el 17 de septiembre de 2013, en el marco de
la Cátedra Doctoral: “Pensar la Universidad”, co-organizada con la Universidad
Pedagógica Nacional, bajo la coordinación de los profesores Sonia Gamboa (UIS)
y Germán Vargas Guillén (UPN).
[1] Esta enmienda aplica incluso para algunos de mis propios escritos, en especial, La destrucción de la universidad. Autonomía y éxodo del conocimiento
hacia la universidad nómada, publicado en: La universidad por hacer. Perspectivas poshumanistas para tiempos de
crisis. Medellín: Universidad Pontificia Bolivariana, 2013, pp. 85-101;
versión en portugués: “A destruição da universidade. Considerações sobre a
universidade que vem”. En: Lugar comum,
No. 37-38. Rio de Janeiro: Rede Universidade Nomade (LABTeC/ESS/UFRJ), 2012,
pp. 241-251.
[2] “Al surgir, la universidad es el tercer poder medieval frente al Sacerdotium (el Papado) y el Regnum (príncipes y emperadores). Su
función va a ser la preparación de profesionales sabios (teólogos, abogados,
canonistas, médicos...) que con su saber cumplan uma función clave en la
estructuración de los saberes mismos y de la sociedad” (Soto Posada, 2007: 404).
[3] El conjunto de
textos de Condorcet sobre el tema incluye las Cinco memorias, el Informe
y el Proyecto de Decreto sobre la
instrucción pública (Cf. Condorcet,
2001). Para el caso de Kant (1999), se seguirá su escrito canónico sobre la
universidad titulado El conflicto de las
facultades.
[4] Puede incluso decirse que
la obra de Foucault se desarrolla siguiendo el trazado de este esquema kantiano,
el cual resulta ser así el esquema mismo de la biopolítica. Foucault sigue una
idéntica distribución en su analítica del poder, tanto en la arqueología como
en la genealogía y en las prácticas de sí. La Historia de la locura, Enfermedad
mental y personalidad, El poder psiquiátrico, entre otras obras, toman como asunto suyo el saber médico;
por su parte Vigilar y castigar, La verdad y las formas jurídicas, entre
muchos otros escritos, se ocupan del Derecho, o algunos como La noción de individuo peligroso en la
psiquiatría legal se ocupan de las hibridaciones entre Medicina y Derecho
en función del poder; y los textos sobre la pastoral cristiana, que podrían
decirse tardíos en la reflexión de Foucault, son la analítica de la teología y
la religión cristianas en la herencia occidental. En cierto sentido, Foucault
no piensa tanto a partir de las disciplinas (como se ha creído
tradicionalmente), sino que piensa siguiendo el dispositivo kantiano de las facultades
superiores universitarias como lugar de constitución del poder.
[5] Hay que recordar que el surgimiento de la universidad napoleónica
está acompañado de una tremenda organización de las escuelas técnicas. De otro
lado, Jacques
Derrida (1997) ha descrito con gran precisión este dispositivo militar de los
saberes ingenieriles y técnicos, que según él, actualmente se extiende a toda
la universidad bajo la forma de los sistemas de investigación, dispositivo “más sensible en los países en donde la
política de investigación depende estrechamente de unas estructuras estatales o
nacionalizadas, pero cuyas condiciones resultan cada vez más homogéneas entre
todas las sociedades industrializadas de tecnología avanzada”. (Derrida, 1997: 127). Para otra traducción, cf. Derrida, 1984.
[6] Para el desarrollo de esta concepción del capitalismo, véase los
trabajos de los filósofos italianos Toni Negri, Paolo Virno, Franco Berardi
(Bifo), Maurizio Lazzarato, Cristian Marazzi, Giuseppe Cocco, Sandro Mezzadra,
Gigi Roggero, entre otros.
[7] Al respecto,
valga recordar la advertencia
brutal que nos hace Steven Rose (2008) en su libro Tu cerebro mañana, respecto
al uso político de la medicalización, que además se ha vuelto requisito de la
“práctica pedagógica”: “Junto con la producción lícita e ilícita de nuevos
potenciadores del estado de ánimo y nuevas píldoras de la felicidad para que
nos sintamos ‘mejor que bien’, el futuro ofrece la posibilidad de que toda una
población vague sin rumbo por la vida inmersa en una neblina de satisfacción
inducida por drogas, sin estar ya disconforme con las perspectivas de su propio
futuro o del futuro más general de la sociedad, con la neuro-tecnología lista
para eliminar los pequeños temblores de discrepancia que aún puedan quedar,
formando de esta manera parte del ya formidable arsenal de los medios estatales
de control”. Para una muestra de este “poder
psiquiático”, véase entre muchos otros el documental: La psiquiatría, industria de la muerte, disponible en: www.youtube.com/watch?v=7WbmywiREZA



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