El
próximo 24 de agosto habrá una movilización nacional en contra de la
militarización y, concretamente, a favor de la objeción de conciencia frente al
servicio militar obligatorio. Existen numerosas razones para marchar ese día,
algunas fundadas en principios ético-morales y religiosos, otras en
consideraciones políticas. Esta es una oportunidad para articular todos estos
motivos y convicciones en favor de una causa justa, y proyectar esta lucha en
el mediano y largo plazos.
La
objeción de conciencia implica negarse a hacer algo, en este caso prestar el
servicio militar obligatorio, por razones éticas o religiosas. Abanderadxs de
esta causa han sido religiosxs como lxs Testigxs de Jehová. En esta perspectiva
también se sitúan lxs partidarixs de la noviolencia por razones éticas. Pero
existen posiciones más políticas, como la de insumisión, que implica negarse a
acatar cualquier “obligación” impuesta por el Estado, o incluso la de lxs no
violentxs por consideraciones pragmáticas o estratégicas. En otros términos, no
todos los objetores de conciencia son noviolentxs, y entre estos últimos, no
todos asumen la causa antimilitarista por razones éticas.
No obstante,
todas estas posiciones pueden articularse en la lucha contra la militarización,
si hacemos una lectura del problema tomando en consideración las razones éticas
y políticas del antimilitarismo en nuestra situación concreta.
La
construcción de la paz en Colombia no sólo requiere la desmovilización de las
personas en armas, que en cualquier caso son una minoría, comparada con la
población del país. Demanda, sobre todo, la desmovilización del “espíritu
bélico”, que no sólo está presente en esas personas, sino que se ha
introyectado en nuestras prácticas, subjetividades, vida cotidiana y cultura.
Así, la objeción de conciencia y, más en general, el antimilitarismo, no deben
concebirse como una causa particular, sino más bien como una preocupación
general de cara a la construcción de la paz, la democracia y la vida digna.
La
objeción de conciencia, ética o política, supone una posición que va más allá
de la negación del establecimiento militar. Esta institución es la columna
vertebral de la dominación, la opresión y la explotación en el Estado
capitalista; asegura el dominio de las minorías privilegiadas mediante el
ejercicio de la violencia física y simbólica. Pero sus consecuencias perversas
van más allá: el ejército, como cualquier otra institución armada, es un lugar
que condensa todas las lógicas perversas asociadas a la dominación,
magnificadas a su máxima potencia. Si la institución militar tiene como
horizonte normativo, como deber ser, los valores particulares de una clase
burguesa, blanca, heterosexual y eurocéntrica –el individualismo, la jerarquía,
el sexismo, el machismo, la homofobia y la lesbofobia, el racismo y la
xenofobia, la sumisión y la doble moral, el unanimismo, entre otros-, presentados
como si fuesen universales, no es menos cierto que tales valores se reproducen
en otros lugares de lo social, en otras instituciones o en otros entramados de
relaciones sociales.
La
difusión de esos valores tiene como canal privilegiado el servicio militar
obligatorio –no en vano hasta hace muy poco se concebía como un espacio de
“civilización” y socialización de los ciudadanos-, aunque no se reduce a él. En
un contexto de guerra prolongada, como Colombia, esos valores se difunden por
canales inimaginados. La “guerra psicológica” magnifica la vida castrense con
todo lo que la acompaña, con su imaginario patriarcal y violento, que se ofrece
como la única salida a los inevitables conflictos sociales y políticos. Así, el
prestigio de lo militar se ha introducido en diversos espacios, como las
ciudades y sus pobladores. En las regiones de alta conflictividad el hecho de
portar un uniforme, muchas veces independientemente de que pertenezca a un
grupo armado legal o ilegal, o incluso el simple hecho de tener una fuente de
ingresos, se percibe como un factor de estatus deseable, tanto por los jóvenes
como por las jóvenes e incluso por sus familias. Pero la propaganda militar
también introduce sus valores militaristas en aquellos espacios donde la
confrontación bélica no ha sido tan palpable, muchas veces mediante una
heroificación de las fuerzas armadas oficiales presentadas como defensoras de
la patria o el pueblo o la afirmación de sus valores y prácticas indeseables.
Ello no
deja de ser paradójico en un momento en que la tendencia global de las fuerzas
armadas es hacia su desinstitucionalización y privatización, más que al
reforzamiento de su papel como sustentos de la nación. El mundo contemporáneo
asiste a una suerte de retorno al mercenarismo, con el auge de las compañías
transnacionales de seguridad, que recuerda los condottieri, quienes prestaban
sus servicios al príncipe –al mejor postor con independencia de sus ideales- en
épocas precedentes al advenimiento del Estado moderno y su consabido monopolio
legítimo de la violencia. Hoy existen mayores razones para afirmar que el poder
militar, estatal o privado, está al servicio del capital, más que de cualquier
ideal patriótico o nacionalista. Prueba de ello es la represión que se cierne
en contra de quienes se atreven a protestar contra transnacionales como Pacific
Rubiales o Anglogold Ashanti, entre otras.
Más aún,
como lo demostró hace cuatro décadas el sociólogo Gaston Bouthoul, el negocio
de la guerra constituye un “sector cuaternario” de la economía, que desde
entonces es el más dinámico en términos de innovación tecnológica, el de mayor
crecimiento y, por tanto, uno de los más atractivos desde el punto de vista
financiero. En Colombia el negocio de la violencia también crece en forma
dinámica, legal e ilegalmente. En esta perspectiva, es inadmisible el
crecimiento que en la última década experimentó el gasto público para la guerra
en Colombia, $23 billones, 3,5% del PIB o 14% del presupuesto nacional a 2012
(ver: dinero.com/Imprimir.aspx?idIte..), en comparación con
rubros de política social orientados a la garantía de derechos como educación y
salud.
El
servicio militar obligatorio contribuye a la reproducción de estas lógicas
políticas, económicas y culturales. Afecta sobre todo a los jóvenes de clases
bajas, obligados a cumplir con esa disposición para tener un documento de
presentación obligatoria en otras instancias. Son ellos, por otra parte,
quienes han puesto la cuota de sangre y vidas, desde todas las orillas, en esta
guerra. Sin embargo, el antimilitarismo y la objeción de conciencia no son
problemas exclusivos de los jóvenes que se niegan a prestar el servicio
militar. Construir paz implica desmilitarizar la sociedad, romper con los
valores militaristas acendrados en nuestras relaciones sociales. Todxs hemos
experimentado en carne propia las consecuencias de esos valores: los niños y
niñas, hombres y mujeres que padecen el matoneo; las personas LGBTIQ; las
mujeres que han víctimas de violencia sexual en contextos de guerra pero
también en otros contextos cuando no en su propia casa. Por tanto, todxs
tenemos razones para marchar contra el militarismo.
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