Es
preciso que los casos emblemáticos de criminalización de la oposición política,
o de manera más amplia del pensamiento crítico, sirvan para demostrar que la
ausencia de democracia no necesariamente se traduce en una dictadura pero que
puede manifestarse de manera mucho más sutil y guardando unas apariencias
democráticas formales, como precisamente en el caso colombiano.
Régis
Bar
@RegBarF
La
detención el pasado 8 de julio de varios líderes sociales y el show
institucional y mediático que la acompañó no deja de causar gran revuelo en el
país, pues se trata de un hecho que si bien se inscribe en una desafortunada
"tradición" nacional, tiene un impacto especial por su magnitud y por
el contexto nacional actual. La captura de los jóvenes activistas, que fueron
inmediatamente señalados por el mismo presidente de pertenecer a la guerrilla
del ELN y de ser los autores de atentados en Bogotá, se parece cada día más, a
medida que se desinflan las acusaciones en su contra y que se hace evidente la
falta de pruebas, a una detención arbitraria destinada a debilitar el
movimiento social colombiano.
Esta
"cacería de brujas", dirigida en gran parte contra el movimiento del
Congreso de los Pueblos, toma un sentido especial en el contexto del proceso de
paz y demuestra justamente que Colombia sigue siendo un país en guerra contra
los "enemigos interiores". Este tema de la paz ha dominado de manera
evidente el debate nacional en los últimos tres años, dejando un poco de lado
otras temáticas, como por ejemplo la cuestión de la democracia, que si bien
puede ser considerada como conexa de la paz tiene que ser pensada de manera
propia. Porque una cosa que pone de manifiesto la detención de estos jóvenes es
que los ciudadanos colombianos siguen careciendo de muchas garantías
democráticas y que el Estado sigue criminalizando el pensamiento crítico.
De
acuerdo con el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, entre el año
2009 y el año 2012 más de 8600 personas fueron detenidas por delito de
rebelión, pero de éstas sólo 2058 permanecieron privadas de la libertad. Es
decir que más del 75% de los detenidos recuperaron su libertad porque se
demostró su inocencia. Paralelamente, de las 816 personas detenidas durante el paro
agrario del año 2013, ninguna se encuentra hoy privada de la libertad. Estas cifras
demuestran que existe una verdadera política institucional de detención
arbitraria con el fin de criminalizar, deslegitimar y por ende debilitar al
movimiento social.
Pero
las detenciones arbitrarias son sólo una faceta de los ataques al movimiento
social, pues éstos también toman la forma de amenazas, de robo de informaciones
y hasta de asesinatos. Ataques que muchas veces son el producto de una alianza
oscura entre oficinas de inteligencia y grupos paramilitares, que permanece
vigente independientemente de los gobiernos de turno y de la reconfiguración
paramilitar. Paralelamente, cabe señalar que la estrategia de criminalización
va más allá del movimiento social, pues puede estar dirigida contra personas
que no representan una oposición política como tal pero que son consideradas
como "peligrosas" por el trabajo que adelantan, como por ejemplo
defensores de los derechos humanos, investigadores o periodistas. Es decir cualquier
persona cuyo ejercicio de su pensamiento crítico pueda representar una amenaza
potencial para los intereses del poder.
Esta
criminalización del pensamiento crítico es una constante en la historia
colombiana que se hizo explícita durante la Guerra Fría y que cogió un
"nuevo aire" con la denominada "guerra mundial contra el
terrorismo" (a la cual se pegó el gobierno de Uribe), y que ha podido
sustentarse en la existencia continúa de guerrillas en el país. En este
sentido, es muy relevante reflexionar sobre el hecho de que en muchos aspectos
parece que Colombia nunca ha salido de esa época de la Guerra Fría y de la
lucha contra los enemigos subversivos internos que permitió legitimar. Es así
como el establecimiento puede seguir arremetiendo contra cualquier
manifestación de pensamiento crítico, muchas veces vinculándola con el
"mal" que representa la guerrilla, sin que eso sea considerado por la
mayoría de la sociedad colombiana como un ataque a la democracia misma.
De ahí
que uno pueda preguntarse en qué medida la existencia de la guerrilla le sirve
al establecimiento como instrumento para diabolizar a cualquier movimiento
susceptible de representar una amenaza para él. Cosa que se hizo
particularmente evidente durante los ocho años de gobierno Uribe, donde los
señalamientos fueron pan de cada día, y que sigue vigente hoy con el
"presidente de la paz". De esta pregunta surgen inmediatamente otras:
¿qué pasaría si las guerrillas se desmovilizaran? ¿A cuál estrategia recurriría
el establecimiento para deslegitimar al movimiento social y a sus oponentes?
¿Seguirá siendo viable el delito de rebelión?
Estas
preguntas permiten avanzar una hipótesis con respecto a la demora y a los
bloqueos en las negociaciones entre el gobierno y el ELN. Sin querer descartar
las dificultades propias de este tipo de negociaciones y los bloqueos debidos
al ELN mismo, uno se puede preguntar si existe una verdadera voluntad del
Estado de lograr la desmovilización del ELN, junto con la de las FARC, sabiendo
que eso llevaría a la desaparición de las guerrillas del paisaje nacional. En
otros términos, si está comprobado que la desmovilización de las FARC podría
traer enormes beneficios para el establecimiento, al proyectar hacia el
exterior la imagen de un país en paz listo a recibir todo tipo de
"inversiones", la desmovilización paralela del ELN, guerrilla
considerada como secundaria en el imaginario nacional y mucho menos conocida en
el exterior, podría traerle más costos que beneficios. Dicho de otra manera,
con unas FARC desmovilizadas pero con la permanencia de la "otra
guerrilla", el establecimiento podría recibir los "frutos de la
paz" y seguir aprovechando de la lucha contra la "subversión
armada".
Ese
caso reciente de detención arbitraria masiva es un símbolo más del estado
supremamente precario de la democracia en Colombia. Esta debilidad de la
democracia en el país está obviamente negada por los que manejan los hilos del
poder, pero también está invisibilizada para gran parte de la ciudadanía. Por
eso es preciso que los casos emblemáticos de criminalización de la oposición
política, o de manera más amplia del pensamiento crítico, sirvan para demostrar
que la ausencia de democracia no necesariamente se traduce en una dictadura
pero que puede manifestarse de manera mucho más sutil y guardando unas
aparencias democráticas formales, como precisamente en el caso colombiano.
Además, cabe insistir en que sin profundos cambios estructurales en el país,
incluso en las mentalidades, los acuerdos de La Habana con la guerrilla de las
FARC se quedarán cortos para lograr una verdadera paz.
Es
permitido pensar que la estigmatización y la arremetida en contra del
movimiento social colombiano se está incrementando precisamente porque este
movimiento está tomando fuerza. Por eso, y porque las injusticias provocadas
por este régimen tan excluyente siguen siendo tan fuertes, se hacen más y más
necesarios todos los esfuerzos destinados a fortalecer y reunir el movimiento
social. En este sentido, cabe saludar las numerosas demostraciones de
solidaridad que se han dado con el Congreso de los Pueblos y la unidad que han
mostrado las muchas organizaciones sociales y políticas del país. Porque sólo a
través de esta solidaridad y unidad se podrá afrontar de manera eficaz la
criminalización del pensamiento crítico en Colombia, que no es ni algo
coyuntural ni el hecho de un gobierno particular sino una práctica estructural
del Estado.
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