miércoles, 22 de julio de 2015

Encarcelando la inconformidad

Detenido - Foto: Víctor Casale
Más que un juicio, el proceso contra los 13 detenidos del 8 de julio es una linchamiento público que inicia una cacería de brujas contra el movimiento social.
A estas personas, en su mayoría integrantes del Congreso de los Pueblos, se suman otras cuatro de la Marcha Patriótica capturadas el miércoles y jueves en los departamentos de Meta y Guaviare. En todo esto las coincidencias son más que evidentes: la Fiscalía ha construido sus casos en torno a los datos que le proporcionan los servicios de inteligencia de la Policía, ambas instituciones realizan filtraciones controladas de información a la prensa y los acusados, miembros de importantes organizaciones sociales, no se enfrentan a un juicio sobre los hechos que tratan de imputarles sino a una condena pública a través de los grandes medios de comunicación. Éstos últimos, mientras tanto, repiten sin parar la idea de que han participado en actos criminales que nada tienen que ver con lo presentado por el ente acusador en las audiencias de control de garantías, demostrando el servilismo hacia el poder o la total ignorancia en materia penal de muchos periodistas que, incluso, hablan de condenas sin que ni siquiera hayan empezado el proceso como tal.
Asistimos a un espectáculo público con apariencia de proceso judicial en el que se presenta a la ciudadanía un melodrama cuidadosamente elaborado para ganar sus favores y así lograr el verdadero objetivo de la captura de estos jóvenes: convertir la protesta social en delito y judicializar activistas y líderes sociales para causar pánico y debilitar un movimiento social que los poderosos ven como un potencial peligro y pretenden ‘domesticar’ a como dé lugar. En realidad, no es sobre las personas detenidas y acusadas de pertenecer a la insurgencia que pesa el poder del aparato de justicia del Estado colombiano sino sobre todos aquellos que reclaman sus derechos en las calles, los campos o las carreteras, pues su delito no es otro que el de opinar diferente y participar en la lucha social.
Esto no es nuevo: ya en el pasado ciertos fiscales de la Unidad Antiterrorista de la Fiscalía y agentes de inteligencia militar y policial han construido casos en los que pretenden relacionar a connotados líderes sociales con la guerrilla. Para ello se han usando argumentos manidos y se han construido diversas teorías de la conspiración en las que la falta de material probatorio se compensa con la repetición frenética en algunos medios de las acusaciones en contra de las personas que sirven de chivos expiatorios para justificar la persecución en contra de diversos colectivos sociales y contra la oposición popular a la gran minería, al latifundio y la agroindustria, a la depredación ambiental, a los megaproyectos, a la especulación financiera, a la militarización de la vida cotidiana y, en últimas, al modelo que imponen por la fuerza los intereses de los más poderosos en nuestra sociedad.
No obstante, hay que recordar que todo esto se relaciona con las reformas a la justicia y a los cuerpos de seguridad del Estado implementadas en 2009 a expensas del Plan Colombia. Con una inversión de al menos 238 millones de dólares, el gobierno de los Estados Unidos financió la implementación del sistema penal acusatorio, la reestructuración de la Fiscalía y los cambios que derivaron en la clausura del cuestionado Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y el paso de muchos de sus efectivos a diversas agencias de inteligencia, en particular a la Dirección de Investigación Criminal (Dijin) de la Policía. Sin duda alguna, esta última agencia fue la que más fortalecida terminó de este proceso, pues no sólo maneja un enorme poder sino que se le han delegado muchas de las funciones de policía judicial que antes correspondían al Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) de la Fiscalía. Por los lados del ente acusador, esto cambios no resolvieron el hecho de que los fiscales antiterroristas funcionen desde los años 90 como una rueda suelta dentro de esa institución, proviniendo estos funcionarios en muchos casos de la Fuerza Pública y de los propios cuerpos de inteligencia que les sirven de fuentes para sus investigaciones.
En esto no se debe olvidar que la Guerra Fría dejó en los cuerpos de seguridad colombianos una triste tradición de paranoia institucional basada en la doctrina del enemigo interno, es decir, en la idea de que cualquiera que no se ajuste al comportamiento social ‘deseable’ o se oponga al gobierno de cualquier forma, incluidos caminos institucionalizados como las elecciones, debe ser considerado como un factor de riesgo para el Estado o como parte de la insurgencia armada, y, por lo tanto, debe ser neutralizado usando cualquier método a disposición, lo cual ha traído consigo esa interminable y trágica serie crímenes de Estado y abusos contra la población que han marcado nuestra historia como nación.
Esta viciada relación entre la Fiscalía, los cuerpos de inteligencia y algunos medios de comunicación no hace otra cosa que reelaborar la doctrina del enemigo interno y el mismo modelo represivo colombiano, haciendo que se equipare la protesta social que ejerce el pueblo por sus derechos con el ejercicio del levantamiento armado por parte de las organizaciones insurgentes para derrocar el orden existente. En este nuevo modelo de represión, le toca el turno a los jueces para ser quienes ‘saquen de circulación’ a las personas que resulten molestas para las autoridades y para quienes determinan el rumbo del país desde dentro y fuera del gobierno.
No de otra forma se pueden entender las declaraciones del vicefiscal general de la Nación, Jorge Fernando Perdomo, y del director de la Policía Nacional, general Rodolfo Palomino, en torno a los casos de los jóvenes detenidos en Bogotá. A pesar de que la Fiscalía, luego de más de nueve días de audiencias de control de garantías, no ha logrado demostrar la participación de estas personas en los atentados del 2 de julio en las oficinas del fondo de pensiones Porvenir de Chapinero y Puente Aranda en Bogotá –que llaman poderosamente porque su modus operandi no corresponde con el de las acciones urbanas de las guerrillas–, dichos funcionarios insisten en señalarlas ante la prensa como responsables de esos hechos. Mientras tanto, en las filtraciones que las instituciones a su cargo han llevado a la prensa no se hace más que repetir sin parar la idea que se quiere introducir en las mentes del público como verdad última, la misma que el general Palomino expusiera de forma magistral en una reciente entrevista radial bajo la premisa de que “aquí no hemos generado capturas de ángeles ni arcángeles”.
Se trata de castigar el descontento, de crear casos de inteligencia a partir de cualquier cosa que sea susceptible de ser usada para incriminar a las personas blancos de seguimientos legales o ilegales por sus actividades políticas, de espiar indiscriminadamente las comunicaciones de miles de personas a través de la plataforma PUMA de la Dijin, de llevar jóvenes y líderes populares ante los tribunales con argumentos rebuscados o delirios salidos de la paranoia de la Guerra Fría, de encarcelarlos y aislarlos de sus entornos sociales, de repetir la técnica de control social más antigua del mundo al crear casos ejemplarizantes con los que se castigue en público el disenso, la opinión contraria y la protesta.
En esto, el fiscal general de la Nación, Eduardo Montealegre, fue claro cuando se reunió, a expensas de Naciones Unidas, con delegados de importantes organizaciones sociales y defensores de derechos humanos: a los altos cargos del ente investigador les han tomado los últimos cuatro meses ponerse de acuerdo sobre la manera de desarrollar las capturas de gentes que, a su particular entender, tienen ‘nexos con la guerrilla’ y anunció que lo ocurrido con los 13 jóvenes del 8 de julio sólo es el inicio de un grupo de capturas mucho mayor.
A pesar de esto, ha sido destacable la solidaridad que ha despertado este caso entre miles de personas, los constantes plantones exigiendo la libertad de los detenidos, la presión internacional y la incuestionable habilidad de los defensores de derechos humanos que acompañan a los acusados. Con esto se ha logrado poner en evidencia la debilidad de los indicios que la Fiscalía presenta como pruebas, cuestionar públicamente las pocas o nulas garantías de este proceso y que éste no pase inadvertido, como se pretendía. Además, se ha mantenido la dignidad de los acusados que, en un reciente mensaje, han sido claros en decir que “a pesar de este trágico circo, queremos ratificar nuestra alegría: nunca nos verán derrotados, aunque los medios insistan en condenarnos”.
Hace siete años, durante el gobierno de Uribe, la presión pública logró que se declararan ilegales las pruebas que un fiscal antiterrorista de apellido Piedrahita, posteriormente separado del ente investigador, presentaba dentro de un expediente similar, constituido alrededor del movimiento estudiantil en las universidades públicas de Bogotá –a las cuales están adscritos, casualmente, la mayoría de los implicados del caso del 8 de julio–. Se trataba de una colcha de retazos en la que el único propósito era demostrar que cualquier movilización estaba ordenada desde las montañas de Colombia y que cualquier inconforme era un agente de las guerrillas. Si esa cacería de brujas fue detenida, la actual campaña de judicializaciones puede caer si no se pierde de vista que la única forma de parar un linchamiento público es precisamente que el público sea capaz de entender que se trata de una injusticia, de oponerse con todas sus fuerzas a estos actos y de concitar toda la solidaridad nacional e internacional posible.
La lucha por la justicia en los casos de los líderes sociales detenidos es de todos. La existencia de las organizaciones y movimiento sociales en estos momentos es el único mecanismo que tenemos los colombianos para defender nuestros derechos más elementales y pensar que sí podemos construir un país en el que nuestros sueños dejen de ser condenados al silencio. Por ello, resulta de primera importancia defender a estas personas, exigir su liberación y detener la persecución institucional contra quienes tienen la valentía de pensar diferente.
Desde El Turbión hacemos un llamado a la liberación del periodista Sergio Segura, integrante del equipo de la agencia Colombia Informa, y expresamos toda nuestra solidaridad con aquellos que han caído a las prisiones por organizarse, por protestar, por atreverse a crear y por luchar por un mejor país para todos los colombianos. Estamos convencidos de que es necesario cambiar la mentalidad de fiscales y jueces frente a la protesta social en Colombia de cara a la paz, y estas detenciones de luchadores sociales son una buena oportunidad para que los colombianos encontremos una manera de tratar el disenso social que no sea la persecución, la exclusión o el encierro.


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