Más que
un juicio, el proceso contra los 13 detenidos del 8 de julio es una
linchamiento público que inicia una cacería de brujas contra el movimiento
social.
A estas
personas, en su mayoría integrantes del Congreso de los Pueblos, se suman otras
cuatro de la Marcha Patriótica capturadas el miércoles y jueves en los
departamentos de Meta y Guaviare. En todo esto las coincidencias son más que
evidentes: la Fiscalía ha construido sus casos en torno a los datos que le
proporcionan los servicios de inteligencia de la Policía, ambas instituciones
realizan filtraciones controladas de información a la prensa y los acusados,
miembros de importantes organizaciones sociales, no se enfrentan a un juicio
sobre los hechos que tratan de imputarles sino a una condena pública a través
de los grandes medios de comunicación. Éstos últimos, mientras tanto, repiten
sin parar la idea de que han participado en actos criminales que nada tienen
que ver con lo presentado por el ente acusador en las audiencias de control de
garantías, demostrando el servilismo hacia el poder o la total ignorancia en
materia penal de muchos periodistas que, incluso, hablan de condenas sin que ni
siquiera hayan empezado el proceso como tal.
Asistimos
a un espectáculo público con apariencia de proceso judicial en el que se
presenta a la ciudadanía un melodrama cuidadosamente elaborado para ganar sus
favores y así lograr el verdadero objetivo de la captura de estos jóvenes:
convertir la protesta social en delito y judicializar activistas y líderes
sociales para causar pánico y debilitar un movimiento social que los poderosos
ven como un potencial peligro y pretenden ‘domesticar’ a como dé lugar. En
realidad, no es sobre las personas detenidas y acusadas de pertenecer a la
insurgencia que pesa el poder del aparato de justicia del Estado colombiano
sino sobre todos aquellos que reclaman sus derechos en las calles, los campos o
las carreteras, pues su delito no es otro que el de opinar diferente y
participar en la lucha social.
Esto no
es nuevo: ya en el pasado ciertos fiscales de la Unidad Antiterrorista de la
Fiscalía y agentes de inteligencia militar y policial han construido casos en
los que pretenden relacionar a connotados líderes sociales con la guerrilla.
Para ello se han usando argumentos manidos y se han construido diversas teorías
de la conspiración en las que la falta de material probatorio se compensa con
la repetición frenética en algunos medios de las acusaciones en contra de las
personas que sirven de chivos expiatorios para justificar la persecución en
contra de diversos colectivos sociales y contra la oposición popular a la gran
minería, al latifundio y la agroindustria, a la depredación ambiental, a los
megaproyectos, a la especulación financiera, a la militarización de la vida
cotidiana y, en últimas, al modelo que imponen por la fuerza los intereses de
los más poderosos en nuestra sociedad.
No
obstante, hay que recordar que todo esto se relaciona con las reformas a la
justicia y a los cuerpos de seguridad del Estado implementadas en 2009 a
expensas del Plan Colombia. Con una inversión de al menos 238 millones de
dólares, el gobierno de los Estados Unidos financió la implementación del
sistema penal acusatorio, la reestructuración de la Fiscalía y los cambios que
derivaron en la clausura del cuestionado Departamento Administrativo de
Seguridad (DAS) y el paso de muchos de sus efectivos a diversas agencias de
inteligencia, en particular a la Dirección de Investigación Criminal (Dijin) de
la Policía. Sin duda alguna, esta última agencia fue la que más fortalecida
terminó de este proceso, pues no sólo maneja un enorme poder sino que se le han
delegado muchas de las funciones de policía judicial que antes correspondían al
Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) de la Fiscalía. Por los lados del ente
acusador, esto cambios no resolvieron el hecho de que los fiscales
antiterroristas funcionen desde los años 90 como una rueda suelta dentro de esa
institución, proviniendo estos funcionarios en muchos casos de la Fuerza
Pública y de los propios cuerpos de inteligencia que les sirven de fuentes para
sus investigaciones.
En esto
no se debe olvidar que la Guerra Fría dejó en los cuerpos de seguridad
colombianos una triste tradición de paranoia institucional basada en la
doctrina del enemigo interno, es decir, en la idea de que cualquiera que no se
ajuste al comportamiento social ‘deseable’ o se oponga al gobierno de cualquier
forma, incluidos caminos institucionalizados como las elecciones, debe ser
considerado como un factor de riesgo para el Estado o como parte de la
insurgencia armada, y, por lo tanto, debe ser neutralizado usando cualquier
método a disposición, lo cual ha traído consigo esa interminable y trágica serie
crímenes de Estado y abusos contra la población que han marcado nuestra
historia como nación.
Esta
viciada relación entre la Fiscalía, los cuerpos de inteligencia y algunos
medios de comunicación no hace otra cosa que reelaborar la doctrina del enemigo
interno y el mismo modelo represivo colombiano, haciendo que se equipare la
protesta social que ejerce el pueblo por sus derechos con el ejercicio del
levantamiento armado por parte de las organizaciones insurgentes para derrocar
el orden existente. En este nuevo modelo de represión, le toca el turno a los
jueces para ser quienes ‘saquen de circulación’ a las personas que resulten
molestas para las autoridades y para quienes determinan el rumbo del país desde
dentro y fuera del gobierno.
No de
otra forma se pueden entender las declaraciones del vicefiscal general de la
Nación, Jorge Fernando Perdomo, y del director de la Policía Nacional, general
Rodolfo Palomino, en torno a los casos de los jóvenes detenidos en Bogotá. A
pesar de que la Fiscalía, luego de más de nueve días de audiencias de control
de garantías, no ha logrado demostrar la participación de estas personas en los
atentados del 2 de julio en las oficinas del fondo de pensiones Porvenir de
Chapinero y Puente Aranda en Bogotá –que llaman poderosamente porque su modus
operandi no corresponde con el de las acciones urbanas de las guerrillas–,
dichos funcionarios insisten en señalarlas ante la prensa como responsables de
esos hechos. Mientras tanto, en las filtraciones que las instituciones a su cargo
han llevado a la prensa no se hace más que repetir sin parar la idea que se
quiere introducir en las mentes del público como verdad última, la misma que el
general Palomino expusiera de forma magistral en una reciente entrevista radial
bajo la premisa de que “aquí no hemos generado capturas de ángeles ni
arcángeles”.
Se
trata de castigar el descontento, de crear casos de inteligencia a partir de
cualquier cosa que sea susceptible de ser usada para incriminar a las personas
blancos de seguimientos legales o ilegales por sus actividades políticas, de
espiar indiscriminadamente las comunicaciones de miles de personas a través de
la plataforma PUMA de la Dijin, de llevar jóvenes y líderes populares ante los
tribunales con argumentos rebuscados o delirios salidos de la paranoia de la
Guerra Fría, de encarcelarlos y aislarlos de sus entornos sociales, de repetir
la técnica de control social más antigua del mundo al crear casos
ejemplarizantes con los que se castigue en público el disenso, la opinión
contraria y la protesta.
En
esto, el fiscal general de la Nación, Eduardo Montealegre, fue claro cuando se
reunió, a expensas de Naciones Unidas, con delegados de importantes
organizaciones sociales y defensores de derechos humanos: a los altos cargos
del ente investigador les han tomado los últimos cuatro meses ponerse de
acuerdo sobre la manera de desarrollar las capturas de gentes que, a su
particular entender, tienen ‘nexos con la guerrilla’ y anunció que lo ocurrido
con los 13 jóvenes del 8 de julio sólo es el inicio de un grupo de capturas
mucho mayor.
A pesar
de esto, ha sido destacable la solidaridad que ha despertado este caso entre
miles de personas, los constantes plantones exigiendo la libertad de los
detenidos, la presión internacional y la incuestionable habilidad de los
defensores de derechos humanos que acompañan a los acusados. Con esto se ha
logrado poner en evidencia la debilidad de los indicios que la Fiscalía
presenta como pruebas, cuestionar públicamente las pocas o nulas garantías de
este proceso y que éste no pase inadvertido, como se pretendía. Además, se ha
mantenido la dignidad de los acusados que, en un reciente mensaje, han sido
claros en decir que “a pesar de este trágico circo, queremos ratificar nuestra
alegría: nunca nos verán derrotados, aunque los medios insistan en
condenarnos”.
Hace
siete años, durante el gobierno de Uribe, la presión pública logró que se
declararan ilegales las pruebas que un fiscal antiterrorista de apellido
Piedrahita, posteriormente separado del ente investigador, presentaba dentro de
un expediente similar, constituido alrededor del movimiento estudiantil en las
universidades públicas de Bogotá –a las cuales están adscritos, casualmente, la
mayoría de los implicados del caso del 8 de julio–. Se trataba de una colcha de
retazos en la que el único propósito era demostrar que cualquier movilización
estaba ordenada desde las montañas de Colombia y que cualquier inconforme era
un agente de las guerrillas. Si esa cacería de brujas fue detenida, la actual
campaña de judicializaciones puede caer si no se pierde de vista que la única
forma de parar un linchamiento público es precisamente que el público sea capaz
de entender que se trata de una injusticia, de oponerse con todas sus fuerzas a
estos actos y de concitar toda la solidaridad nacional e internacional posible.
La
lucha por la justicia en los casos de los líderes sociales detenidos es de
todos. La existencia de las organizaciones y movimiento sociales en estos
momentos es el único mecanismo que tenemos los colombianos para defender
nuestros derechos más elementales y pensar que sí podemos construir un país en
el que nuestros sueños dejen de ser condenados al silencio. Por ello, resulta
de primera importancia defender a estas personas, exigir su liberación y
detener la persecución institucional contra quienes tienen la valentía de
pensar diferente.
Desde
El Turbión hacemos un llamado a la liberación del periodista Sergio Segura,
integrante del equipo de la agencia Colombia Informa, y expresamos toda nuestra
solidaridad con aquellos que han caído a las prisiones por organizarse, por
protestar, por atreverse a crear y por luchar por un mejor país para todos los
colombianos. Estamos convencidos de que es necesario cambiar la mentalidad de
fiscales y jueces frente a la protesta social en Colombia de cara a la paz, y
estas detenciones de luchadores sociales son una buena oportunidad para que los
colombianos encontremos una manera de tratar el disenso social que no sea la
persecución, la exclusión o el encierro.
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