lunes, 27 de abril de 2015

¿Por qué se necesita la democracia universitaria?


Nunca antes el nombramiento del rector de la Universidad Nacional había suscitado tanta discusión en los medios de comunicación y en las redes sociales.
Para empezar, el hecho de haber realizado una consulta a la comunidad universitaria y después no tenerla en cuenta a la hora de nombrar el rector fue, por lo menos, sorprendente para muchos. Ante este suceso surgen dos preguntas:
• ¿Para qué se hace la consulta si el Consejo Superior Universitario (CSU) puede escoger a quien a bien tenga sin tenerla en cuenta?
• ¿Con qué criterio escoge el CSU al rector de la Universidad Nacional?
Este asunto recibió el interés nacional porque la universidad pública más grande del país debería tener una forma ejemplar de definición de su gobierno, y más aún si se trata de desarrollar un proyecto de Estado Social de Derecho como el que planteó la Constitución de 1991.
La posición de Bromberg
En un reciente artículo en Razón Pública, el profesor Paul Bromberg presentó su explicación acerca de la “elección” del rector y entró en debate con el representante estudiantil ante el CSU, Amaury Núñez, quien en esta misma revista había afirmado que la norma actual es “antidemocrática”.
El profesor Bromberg considera que el Decreto 1210 de 1993 concibió una composición adecuada del CSU, del cual él participó, porque en este Consejo
• No hay mayoría del gobierno nacional,
• Hay académicos de la universidad y de afuera, y
• Todos sus miembros son “designados” y no “representantes”, incluso el estudiante y el profesor que hacen parte de él.
Bromberg afirma que “este mecanismo de designación protege la independencia (de los miembros del CSU) y promueve la discusión sobre el devenir universitario”, y que esto permite “hacer compatibles los ídolos de la academia con la sociedad”.
El profesor Bromerg supone entonces que la distancia de los miembros respecto de unos supuestos “representados” permite argumentar y deliberar sin ser afectado por “intereses” distintos de los de la Universidad, que serían evidentes para cualquier académico.
Una supuesta “torre de marfil
La pregunta final del profesor Bromberg es reveladora: “¿Hasta dónde vale aquella democracia de ‘una persona: un voto secreto’ en una institución cuyo ethos es la meritocracia sobre la base del conocimiento, ajena a las peroratas veintejulieras propias de la democracia de masas?” Y el autor supone que este interrogante fue respondido con su argumentación anterior.
El fundamento de tales argumentos es una visión de la academia que la separa de la sociedad en aras de mantener la pureza de la argumentación y de la razón, sin otros valores o intereses que puedan contaminarla.
Olvida el profesor Bromberg que los estudios sociales de la ciencia y la tecnología no hacen más que mostrar que no existe tal aislamiento, ni siquiera en las Ciencias Naturales. Por el contrario, existe una larga historia de disputas constantes entre diversas comunidades científicas, articuladas con formas diferentes del poder político, económico, ideológico y hasta militar. De manera que la idea de la academia pura y del mérito ganado por el propio esfuerzo queda, por lo menos, en tela de juicio.
¿Por qué, entonces, promover una democracia universitaria? Este punto de vista se sustenta en dos líneas argumentales:
• La primera se basa en la naturaleza de la vida académica,
• La segunda se basa en el hecho de que gobierno universitario es un asunto claramente político.

La academia es plural
En el mundo  académico es claro que en todas las disciplinas existen paradigmas y corrientes de pensamiento en disputa, es decir, maneras de entender los problemas, las explicaciones y, por tanto, sus implicaciones prácticas para la sociedad.
Esta diversidad es necesaria y debe ser reconocida a la hora de asignar recursos o impulsar desarrollos e innovaciones. Con la meritocracia o con el autoritarismo que resulta del “quién sabe más” puede cercenarse cualquier revolución científica, como diría Thomas Kuhn, venga de un profesor o de un estudiante.
Por otra parte, en una universidad que se precie de serlo conviven las Ciencias Naturales y las Ciencias Sociales y Humanas, así como profesiones de diferente tipo y artes muy diversas, y la relación con el conocimiento y la cultura no es igual en todas ellas.
Una cosa es el concepto de validez científica en la Física o en la Biología y otra en la Sociología o en la Historia; una cosa es la intervención tecnológica en Medicina y otra en Derecho; una cosa es la discusión filosófica sobre el significado del arte y otra las expresiones simbólicas en las artes plásticas.
Esta diversidad se debe corresponder con formas de expresión y representación en los espacios colegiados donde se toman decisiones de política y administración académica. De otra forma, el pequeño grupo de académicos que gobierna acabaría por propiciar el predominio de cierto tipo de academia sobre las demás, tal como ha venido ocurriendo en la Universidad Nacional con la visión naturalista de la meritocracia que defiende el profesor Bromberg. Y la inequidad entre facultades y grupos académicos es una de sus consecuencias.
Un asunto político
Es necesario reconocer la naturaleza política del gobierno universitario, en el doble sentido de la orientación de la polis y del ejercicio de un poder social. Este poder se ejerce según la manera que se tenga de entender “los intereses de la universidad”.
Cuando la Constitución colombiana habla de autonomía universitaria como autodeterminación de las universidades, lo hace precisamente para proteger la libertad de pensamiento y de crítica de la academia, reconociendo su relación compleja con la sociedad. Y este es un concepto político.
Pero la autonomía no recae en el grupo de académicos que la gobiernan, sino en la comunidad que constituye la universidad. Una visión meritocrática pura conduce a la oligarquía, es decir, al poder ejercido por unos pocos supuestamente en beneficio de todos.
Si además se trata de una universidad pública, es claro que su carácter no puede ser sino pluralista y no confesional. De allí la composición diversa de la comunidad universitaria, tanto social como cultural y políticamente.
La universidad es diversa también en la manera de vivir la academia, en la idea y en la práctica de la autonomía, de los “intereses” de la universidad, de la calidad educativa, de la relación entre academia y sociedad, entre muchos otros asuntos de política académica que deben orientar el gobierno universitario.
No puede entonces suponerse que los “intereses” de la universidad son evidentes y que todos y todas debemos simplemente asumirlos o ponerlos por encima de nuestros intereses personales.
Si se acepta la diversidad de la academia y de la comunidad universitaria, debería buscarse su máxima expresión en el gobierno institucional. Este criterio obliga a diseñar alguna forma de democracia universitaria a través de cuerpos colegiados amplios, compuestos por representantes de esa diversidad. De esta forma se reconocerían diferentes maneras de apreciar el mérito, propias de las diversas comunidades académicas.
Una nueva forma de elección
Construir ejercicios democráticos en la universidad sería la mejor manera de formar ciudadanos y ciudadanas que puedan superar la democracia “veintejuliera” de masas que tanto molesta al profesor Bromberg.
La mejor manera de reconocer el mérito de quienes pueden asumir la tarea de administrar temporalmente la institución es a través de una participación efectiva que haga evidente el reconocimiento de las comunidades diversas según ciencias, profesiones y artes. Y no se trata de la fórmula simple de “una persona: un voto”; existen mecanismos que combinan el reconocimiento académico y la elección directa.
Para el caso del rector, por ejemplo, podría haber un primer momento de postulación de nombres ante un cuerpo colegiado amplio que defina una terna sobre la base de criterios de mérito académico y programa de gestión.
Vendría luego un segundo momento de presentación de la terna a la votación ponderada de los miembros de la comunidad universitaria, considerando las diferencias numéricas entre estudiantes, profesores, trabajadores, egresados y pensionados. Y quien cuente con el respaldo mayoritario de la comunidad sería nombrado rector.
Este no es un debate vano. Se trata de encontrar la mejor forma de construir una sociedad más justa y democrática para vivir en paz, más allá del silencio de los fusiles.
La universidad pública, más aún aquella que tiene como misión forjar la nación colombiana, debe ser un motor de transformación social desde una educación capaz de afrontar las causas de la guerra. De esta forma podremos combinar educación y paz duradera en la sociedad colombiana.

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