Buenos
días, señora ministra. Espero que este texto no la incomode, ni interrumpa
alguno de los importantes desayunos o almuerzos en los que se debate
airadamente y se deciden los rumbos de la educación de nuestro país.
Mi
nombre es Alexandra, tengo 23 años y soy docente. Al principio pensé hablarle
en esta carta de mi experiencia incipiente en la profesión, pero después de
pensarlo un rato he decidido hacer otra cosa: quiero contarle una historia.
Yo no
sé si habría terminado siendo profesora si hubiese sido hija de otra mujer,
nunca lo sabremos. Lo que sí podemos decir con seguridad es que mi amor por la
educación es enteramente su culpa. Amparo Gómez, de 52 años, es licenciada en
educación preescolar de la Universidad Pedagógica Nacional, docente hace 19
años y mamá de tres mujeres jóvenes; mis hermanas y yo.
Seguro
le gustaría conocer a mi mamá, ministra, yo siempre he creído que ella tiene
poderes mágicos. Durante casi 20 años ha enseñado a niños y niñas a leer y a
escribir, y después de tanto tiempo, aún puede reconocer en la calle a
cualquier estudiante que haya tenido y recordar sus nombres y apellidos, el
nombre de sus papás y las cosas que le gustaba hacer cuando lo tuvo en
preescolar. Ellos la recuerdan también y la llenan de abrazos y besos; y es
que, dígame, quién va a olvidar a la persona que con amor y paciencia le enseñó
a leer y a escribir, y lo acompañó a jugar y a soñar.
Desde
muy pequeña he tejido lazos profundos con todo lo que tenga que ver con
educación porque ella, que ha trabajado en colegios privados y hoy es docente
en un colegio público nos contaba, a veces entre risas y a veces entre rabias,
sus aventuras dentro y fuera del aula de clase cuando nos sentábamos a comer. Mis
hermanas y yo crecimos entre conversaciones de adultos sobre reuniones con
padres de familia, dificultades cognitivas, estrategias de enseñanza, procesos
de aprendizaje, el famoso decreto 230 que a más de un profesor le dio dolor de
cabeza, el seguimiento de procesos, entregas de boletines y otras mil cosas que
no terminaría nunca de enunciar.
Es por
ella que mi hermana mayor y yo decidimos embarcarnos también en esta aventura
de ser profes. Desde hace años quise andar estos caminos y terminé trabajando
como profe voluntaria en el Preuniversitario Popular de San Cristóbal, en
Bogotá, un proceso que busca hacer frente a la realidad de exclusión de la
educación superior en nuestro país, preparando a estudiantes de décimo y once
para los exámenes de admisión de las universidades públicas. Allí aprendí que
todos los estudiantes aprenden diferente, pero que todos son muy pilos. Sí,
ministra, no se sorprenda, dije todos. Abundan entre ellos futuros músicos,
doctores, ingenieras, enfermeros, actrices, lingüistas, diseñadoras
industriales, físicos y nuevos docentes. Lastimosamente, ser pilo no siempre paga
y la gran mayoría se queda por fuera del sistema de educación superior o
termina recurriendo a algún plan B, cualquiera que éste sea.
Además
del voluntariado, estudié para ser docente, como mi mamá. Fue ella quien me
enseñó que en este país roto, ser profesora es hacer una apuesta por la vida
porque la educación es indispensable para transformar la realidad. Yo le creo a
mi mamá, señora ministra, le creo desde lo más profundo de mi ser, y por eso
estudio fuertemente para ser la mejor profesora que pueda. Hoy mi hermana y yo
hacemos estudios de maestría en la Universidad Pedagógica Nacional, la
educadora de educadores, y seguimos discutiendo con ella sobre los asuntos de
la educación cuando nos reunimos para comer.
Y
aunque somos tres generaciones diferentes de docentes, coincidimos en una cosa:
ninguna de las tres le cree al ministerio. Hoy ustedes publicaron una imagen en
la que decían que nuestra profesión es privilegiada porque sólo trabajamos 6
horas diarias. Déjeme contarle que después de salir del colegio, los docentes
llegamos a trabajar a la casa, pues nuestras clases no se preparan solas, las
notas no se sacan mágicamente y los observadores hay que llenarlos uno por uno,
aunque tengamos 40 o 50 niños en un salón. Déjeme decirle algo:
Cuando
la escuchamos dar sus entrevistas sobre lo que cree que es la excelencia y
vemos cómo cree que el conocimiento sólo puede medirse con pruebas
estandarizadas, nos queda claro que usted nunca ha recibido formación en
docimología y evaluación.
Cuando
la vemos privilegiar el subsidio a la demanda al entregar 10.000 becas -que en
realidad son créditos- a un pequeño porcentaje de bachilleres, en lugar de
aumentar recursos a las bases presupuestales de las universidades públicas,
sabemos que en realidad no le interesa que Colombia sea “la más educada”.
Cuando
traen extranjeros sin formación docente a enseñar lenguas extranjeras a
nuestros estudiantes, en lugar de alentar la formación de docentes dentro del
país y a eso le llaman “aulas de inmersión”, nos queda claro que el ministerio
no tiene ni idea de qué es inmersión ni de cómo se aprende una lengua
extranjera. Le cuento, ministra, que esa idea de docente de lengua que debe
emular a un “hablante nativo” hace tiempo que está mandada a recoger.
Cuando
por norma no puede haber menos de 35 estudiantes en un salón, se hace evidente
que sus ideas de eficiencia en la educación poco tienen que ver con el
bienestar y los procesos de aprendizaje de nuestros niños y jóvenes en
formación.
Cuando
el ministerio cree que puede meter a un salón a niños que tienen necesidades
especiales de aprendizaje en cualquier momento del año, desconociendo que éstos
requieren docentes especializados, cualquier docente con formación mínima sabe
que ustedes nunca han abordado pedagógicamente el debate de la inclusión.
Cuando
le parece que después de 20 años de trabajo en la formación de niños y jóvenes,
dos millones de pesos es mucha plata, se nota que ni usted, ni las personas que
crean estas políticas educativas tienen la menor idea de lo implica el
ejercicio docente. Y aunque el sueldo de mi mamá se acerca, no alcanza los dos
millones de pesos. El de mi hermana tampoco, aunque trabaja en un colegio
privado bilingüe. Y a mí, ni le cuento, hace poco me ofrecieron un millón por
dar clases de inglés y francés todos los días a 6 grupos diferentes, seguramente
porque soy muy joven.
Ahora
bien, señora ministra, sepa que el caso de estas tres profesoras no es el
único. Lo que traté de hacer aquí fue darle un rostro y un corazón a una
realidad que agobia a miles de docentes de nuestro país. ¿En serio le sorprende
que salgamos indignados a las calles? ¿En serio cree saber mejor que nosotros,
que habitamos cotidianamente los territorios educativos, qué es lo que
necesitan nuestros estudiantes? Hoy salió la UPN a marchar, con rector
incluido, ¿será que la universidad que centra su foco de producción académica
en la educación no sabe de qué está hablando?
Nuestra
indignación no es sólo por el salario, aunque es más que evidente que merecemos
una remuneración digna. Nos indignamos porque el ministerio se burla a la par
de estudiantes y docentes cuando sale en los medios presumiendo los vacíos de
un modelo de educación que nosotros, que hemos pasado años estudiándola,
sabemos que no funciona.
Ahora
que lo pienso bien, espero haberla incomodado aunque sea un poquito con mis
apreciaciones pedagógicas, porque a fin de cuentas, ésa es nuestra labor.
Viejas y nuevas generaciones de docentes nos negamos a seguir concibiendo un
ministerio de educación sin educadores.
Quiero
decirle a usted y al presidente Santos que la paz es un significante vacío si
no pasa por una educación digna para el buen vivir. No hay ni habrá paz en
Colombia si no se dignifica el ejercicio docente y no se trabaja en la
construcción de un sistema educativo que garantice la justicia social. No hay
ni habrá paz, ministra, si los docentes y estudiantes no tenemos permiso de
decidir sobre la educación.
Alexandra
Montenegro Gómez
Licenciada
en Filología e Idiomas – Francés – Universidad Nacional de Colombia
Estudiante
de Maestría en Enseñanza de Lenguas Extranjeras – Universidad Pedagógica
Nacional
Docente,
hija y apasionada por la educación.
0 comentarios:
Publicar un comentario