La argumentación deficiente de los defensores
de las 10 mil becas permite, sin embargo, revelar el verdadero mensaje de su
defensa vehemente: muchas veces se trata de arremeter de forma ofuscada contra
la educación pública. Así lo ha dicho Salomón Kalmanovitz en su columna de El
Espectador: al igual que el Joker de Batman, los sindicatos y el sector público
quieren destruir el mundo.
Andrés Felipe Parra
La
frase “ser pilo paga” es audaz e irresistible. Cultivada en el culto a la
meritocracia más persistente y asidua ofrece la sensación de que las
inequidades y el elitismo, presentes por décadas en el sistema de educación
colombiano, se verán superados o por lo menos atenuados. Sin embargo, se trata
únicamente de una sensación. No sólo las “10 mil becas” (o, para utilizar el lenguaje
oficial, créditos condonables para la excelencia en la educación superior)
siguen reproduciendo los índices y tendencias en la educación que quieren dejar
atrás con su aplicación. También los entusiastas y defensores de la medida en
la prensa escrita han sido más feroces que el mismísimo crédito.
Los 10
mil créditos del ICETEX han sido aclamados por la opinión pública con una
vehemencia sorprendente y prematura, que refleja una lamentable ocurrencia:
quienes aclaman el programa del gobierno apenas conocen las cifras de créditos
otorgados por el Estado para financiar la educación superior. Si se tiene en
cuenta que el propio ICETEX, en el año 2014, tenía como objetivo otorgar 73.210
créditos para matrículas de pregrado y 24.786 para manutención, la cifra de 10
mil constituye apenas la séptima parte de lo que se propone sólo para un año. Y
del mismo modo, tampoco es nuevo el objetivo de llegar a la población
vulnerable utilizando las herramientas que, como el SISBEN, miden las
condiciones socioeconómicas y la posibilidad de acceder a programas sociales.
Así
pues, los 10 mil créditos ocupan un lugar definitivamente modesto en la
financiación de la educación superior por parte del Estado. Más que una nueva
política pública para la educación superior, los créditos son apenas un
mecanismo de implementación de una política vieja y conocida, que deja intactos
sus formulaciones, objetivos e indicadores. Y, por lo tanto, también deja
intactos sus reconocidos problemas e insuficiencias: las elevadas tasas de deserción
(según cifras del propio Ministerio de educación oscilan entre un 30 y 60%) y
el endeudamiento de los estudiantes.
A pesar
de las cifras, una cantera de argumentos predecibles y deficientes está siendo
explotada por los defensores del programa. Esta vez para afirmar, curiosamente,
que los 10 mil créditos no tienen los efectos perversos del crédito. Esta idea
se sustenta en que hay buenas posibilidades de condonación porque la
probabilidad de deserción de los beneficiarios del programa es menor a la de otros
estudiantes. De acuerdo a los modelos que presentan un escenario más optimista
(elaborados por investigadores del CEDE la Universidad de los Andes), el acceso
a créditos de largo plazo del ICETEX disminuye la tasa de deserción acumulada,
entre un 25% en el quinto semestre y aproximadamente un 35% en décimo semestre.
Mientras tanto, las personas que no gozan de los favores crediticios del ICETEX
están sujetas a una tasa de alrededor de 47%. La conclusión es que los
beneficiarios del ICETEX están entre los estudiantes que tienen menor tasa de
deserción.
Pero
esta conclusión estadística es una conclusión que no tiene sentido
políticamente. De hecho, no tiene sentido alguno. Celebrar que el acceso al
crédito disminuye la deserción a un 25 o 30% es solamente una afirmación ciega
e irresponsable que olvida un hecho elemental: los estudiantes que desertan
siendo beneficiarios de un crédito no solo desertan –como sucede con quienes no
reciben ayuda financiera- sino que también tienen que pagar grandes sumas de
dinero por un título que no van a obtener. De esta forma, las cifras de
deserción de quienes acceden a crédito no son solo cifras de deserción, sino
también cifras de nuevos deudores. Son, entonces, indicadores distintos. Solo
por eso, cualquier correlación estadística entre los desertores con crédito y
sin crédito es pueril e infructuosa, si se trata de demostrar las bondades del
programa.
Si bien
es difícil, o incluso contrafáctico, demostrar que el crédito es la causa de la
deserción, es aún más torpe fomentar el crédito como vía de acceso a la
educación superior, cuando la deserción es alta y alarmante tal y como sucede
en Colombia: es una vía segura para crear profesionales, pero también una cuota
altísima de endeudados sin título. Y en el caso de los 10 mil créditos todo
esto significaría, en el caso más optimista, endeudar anualmente (si el
proyecto tiene permanencia) a 2.500 familias que pertenecen a la población más
vulnerable de acuerdo con las propias mediciones que realiza el Estado. Esto,
desde cualquier punto de vista, es un drama social inaceptable.
Puede
ser, no obstante, que los 10 mil beneficiarios sean lo bastante pilos para
terminar su carrera y así eviten la deserción y el endeudamiento. El lema “hay
que tener fe en ellos” resuena atropelladamente en las voces de los defensores
del programa. Dejando de lado la delirante asimilación de una noción multipolar
como la inteligencia (o la “pilera”) con los resultados de las pruebas saber
11, lo único que cabe decir al respecto es que si el gobierno –o los defensores
del programa- tuvieran fe en los pilos, les darían verdaderas becas, no
créditos. Si hay fe en los pilos, el crédito no es necesario.
La
argumentación deficiente de los defensores de las 10 mil becas permite, sin
embargo, revelar el verdadero mensaje de su defensa vehemente: muchas veces se
trata de arremeter de forma ofuscada contra la educación pública. Así lo ha dicho
Salomón Kalmanovitz en su columna de El Espectador: al igual que el Joker de
Batman, los sindicatos y el sector público quieren destruir el mundo. Las
universidades públicas, dice Kalmanovitz con tono inquisitorio, están
“politizadas” (un desgastado vocablo que compite en rigor con el sintagma
“Madre Teresa de Calcuta” de los concursos de belleza). “Incluso”, levanta su
voz con indignación tecnocrática, “en la Universidad Nacional uno encuentra
decanos que tienen hojas de vida mediocres” y que “son más políticos que
académicos”. Pero Kalmanovitz, en su absoluta simpleza, no se da cuenta de que
es más fácil proferir la sentencia opuesta. Incluso con un tono mucho más
dramático y pérfido: en el sector privado no solo hay decanos con hojas de vida
mediocres sino universidades mediocres que se aprovechan de los estudiantes,
también en manos de “políticos” y no de “académicos” (por ejemplo: Moreno de
Caro tiene su propia universidad). Y con toda la evidencia que podría citarse
al respecto, siempre será muy difícil afirmar que “las universidades privadas”
son “mediocres” en su totalidad, sin caer en una generalización grotesca. Así,
el argumento de Kalmanovitz es “más político que académico”.
No
contento con esto, Kalmanowitz va más allá asegurando que el programa del
gobierno es un “claro mensaje” para las universidades públicas, porque el 85%
de sus beneficiarios optaron por universidades privadas. Kalmanovitz cree que
con este tipo de afirmaciones defiende el derecho a elegir de los estudiantes.
Pero no lo hace. A pesar de su retórica con ínfulas de justicia y meritocracia,
defiende únicamente a quienes eligen la educación privada: en el fondo dice que
no tiene sentido elegir universidades públicas porque son malas, o en sus
términos, “politizadas”. Pero lo dicho por Kalmanowitz apenas alcanza a ser
inteligible en español. ¿Los más de 60 mil estudiantes que presentan la prueba
de admisión de la Universidad Nacional son un “claro mensaje” para la universidad
privada? Evidentemente no.
El
“claro mensaje” que dejan los 10 mil créditos no es, así, para la universidad
pública sino para los fundamentos de la política educativa del gobierno.
Imaginemos a un médico que, frente a una vacuna que tuviera graves efectos
secundarios en cada 3 de 10 pacientes, dijera que el problema es que los
hospitales públicos no la han aplicado en la misma magnitud que los hospitales
privados. Su concepto sería vacío, estéril, infantil y sólo haría el ridículo.
Muy pocos se atreverían a aplicar la vacuna, a pesar de que pudiese salvar a 7 porque
el nivel de riesgo sería escandaloso e inaceptable. Y quienes se atrevieran a
hacerlo, lo harían de espaldas a la comunidad. Pero con la educación, al
parecer sucede lo contrario, a pesar de que se somete a un riesgo inaceptable
el poco o nulo patrimonio de la población vulnerable. No solo hay quienes se
atreven a aplicar la vacuna. Hay también quienes defienden y publicitan su
aplicación con entusiasmo.
Post Scriptum: Las cifras del Ministerio de
Educación ubican la inversión per cápita anual para la Universidad Nacional en
10 millones y medio, para el año 2012. No en 25 millones como afirma
Kalmanovitz.
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