No sé si al profesor Miguel Ángel Beltrán le
gustan o no de las FARC, si es amigo de algún comandante. Lo que sé es que la
Fiscalía no pudo probar que tuviera vínculos con la guerrilla.
Reconozco
que debí escribir esta columna hace muchos días. Y si no lo hice es porque
desestimé el miedo que produce el procurador Alejandro Ordoñez. No pensé que
seriamente el rector de la Universidad Nacional cumpliera la orden de
destitución del profesor Miguel Ángel Beltrán, emanada por ese ente de control,
incluso después de que Ordóñez ha perdido todo pudor en mostrar su agenda
anti-izquierda, y el uso político que le da a su cargo.
La
historia de Beltrán comenzó en el 2009 cuando la inteligencia de la Policía se
empeñó en demostrar que el profesor de la Universidad Nacional Miguel Ángel
Beltrán, quien cursaba un posdoctorado en México, era Jaime Cienfuegos, un
intelectual mencionado en los computadores de Raúl Reyes. El profesor fue
extraditado hacia Colombia, esposado y humillado como si fuera un peligroso
delincuente. Tiempos aquellos en los que las autoridades de este país podían
lograr la captura internacional de quienes son requeridos por la justicia en su
suelo (Así de eficiente fuera el sistema para capturar a los prófugos Arias,
Hurtado, Restrepo, etc).
Las
pruebas que el Gobierno tenía contra Beltrán siempre fueron débiles. Unas fotos
tomadas en México en tiempos del Caguán en las que se veía al profesor
conversando con miembros de las FARC, que él ha atribuido a investigaciones
académicas. Y los correos del supuesto ideólogo llamado Cienfuegos. Por cierto,
hasta ahora no he podido entender muy bien cuál es la función de los tales
ideólogos de la insurgencia. Si son quienes inspiran a los guerrilleros para
cometer sus fechorías, o dan órdenes, o crean doctrina. En todo caso, parece un
oficio bastante inútil en unas organizaciones que no han hecho más que repetir
su discurso al infinitum, sin reparar en los cambios del mundo.
El otro
cargo que le imputaban a Beltrán era el de ser reclutador. Los argumentos de la
inteligencia, que tuvo finalmente que desestimar la Fiscalía, eran que el
profesor organizaba congresos de sociología para convencer a los estudiantes de
levantarse en armas y que estos, como borregos, obedecían. Presumían sus
acusadores de que las universidades públicas, y en especial La Nacional, no son
espacios para el debate sino antros del delito.
Finalmente
la Fiscalía no pudo probar que Beltrán fuera Cienfuegos, ni que hubiese
cometido acto ilegal alguno. De hecho, hubo hasta informantes y testigos que
dijeron que no, que el señor no tenía nada que ver con las guerrilla. Para
entonces ya su carrera como intelectual estaba manchada y había pasado casi
tres años en la cárcel. Pero eso era poco para Ordóñez, que siguió el proceso
disciplinario y le aplicó todo el peso de su poder: lo destituyó e inhabilitó
por 13 años para ejercer cargos públicos, es decir, para ser profesor de la
Universidad Nacional.
Yo no
conozco a Beltrán. No sé si gusta o no de las FARC, si es amigo de algún
comandante o si tiene simpatías con la insurgencia. Lo que sé es que la
Fiscalía no pudo probar que tuviera vínculos con la guerrilla. Y que el fallo
de la Procuraduría que lo destituye señala como sospechosas actividades que por
lo menos a mí me parecen de lo más normal en la vida universitaria. Creo que a
Beltrán lo han sancionado draconianamente por expresar su pensamiento, por lo
que ha dicho y ha escrito sobre el conflicto, sobre la guerrilla, y eso en
nuestra vida universitaria solía llamarse libertad de cátedra. Y en nuestra
doctrina constitucional se denomina (espero que aún) libertad de expresión.
Se me
hace escandaloso que en este país que presume de vivir aires democráticos
renovados haya pasado de agache la destitución del profesor y, más aún, que se
haya consumado muy a pesar de que un grupo de profesores de la Universidad
Nacional alertara sobre el riesgo que su cumplimiento implica para la
deliberación académica. Uno entiende que Ordóñez sea temido por el uso
arbitrario que ha hecho de su poder y porque, al parecer, nadie puede
detenerlo. Pero la Universidad, y en particular sus directivas, debió leer este
fallo como lo que es en realidad: otra manera de quemar libros.
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