Por:
Cristina de la Torre
Es
primera vez en nuestra historia reciente que un presidente anuncia presupuesto de educación mayor que el de guerra. Además,
en divisa transformadora, le señala a la nación metas de largo aliento: paz
sólo habrá con equidad, mas sin educación será imposible la equidad; luego, educar
se impone. Enhorabuena. Pero el ajuste financiero resulta irrisorio para las
necesidades del sector. Y viene absurdamente precedido del triunfal “hemos
cumplido” de su ministra Campo, cuando Colombia ocupó la cola del mundo en
pruebas Pisa durante los años de su gestión; bajó, aún más, el hábito de
lectura del país, el Gobierno debió engavetar una reforma de ventajas a la
universidad privada, e intentó reducir a la mitad el ya paupérrimo presupuesto
de ciencia y tecnología —0,2 del PIB, mientras Brasil le destina el 1,6.
Mejoró, sí, la cobertura, pero pésima calidad e inequidad siguieron dominando
el panorama de nuestra educación. Casi nada hizo este Gobierno por corregir el apartheid
de educación buena para ricos y mala para pobres, que estanca a la mayoría en
carencias insuperables y rodea de privilegios a los que ya lo tienen todo. Si
al proceso de paz le consagra el presidente una voluntad irreductible, en
educación cabe el beneficio de la duda.
En
Colombia, los mayores de 25 años de estrato uno acumulan en promedio 5,2 años
de escolaridad; los de estrato 6, 12,7 años. Con vocación de república bananera,
ostenta el mayor gasto militar en América Latina y no consigue asimilar el
legado de la Revolución francesa, que se empotró en el derecho de todos a una educación
para la vida y la creación, patrimonio de toda democracia que se respete. Para
Julián de Zubiría, nuestra educación, lejos de promover movilidad social ascendente,
reafirma las jerarquías de clase. En las pruebas Pisa de 2012, el estudiante de
colegio público obtuvo 50 puntos menos que el alumno de escuela privada. Si no
hizo prekínder saca 25 puntos menos. Y si es mujer reduce en matemáticas 25
puntos adicionales. De donde una joven de procedencia popular alcanza en noveno
109 puntos menos que un muchacho de clase alta, el equivalente a tres años
menos de educación. La distancia aumenta con los grados, de modo que las
diferencias de calidad en la educación amplían las desigualdades sociales. E inmovilizan
a los más en la desesperanza, a aquellos que ingresan a la educación pública
básica.
El
billón y medio adicional para educación en 2015 apenas desborda su crecimiento vegetativo.
No resuelve la emergencia financiera de la universidad pública, que supera los
12 billones. Tampoco la partida de 28,4 billones se compadece con los requerimientos
del sector, que José Manuel Restrepo, director del CESA, estima en 40 billones.
Menos aún se ve cómo cubrir con tan menguadas asignaciones el ambicioso
programa del presidente Santos: cobertura universal en primera infancia,
formación sólida de maestros, jornada completa en todos los colegios, 400.000
becas a estudiantes pobres. Los estudiantes piden salvar la universidad pública
cubriendo el déficit que la sume en la indigencia. Y proponen gratuidad en la
misma, en proceso progresivo de 10 o 15 años, con un costo de 850.000 millones,
que equivalen al 3% del presupuesto anual del ministerio. Si de equidad se
trata, prestar oídos al clamor de la sociedad por una educación pública de
calidad como derecho irrenunciable de todos será honrar la palabra empeñada el
pasado 7 de agosto. Y atender en el acto la emergencia financiera de la
universidad pública para salvarla de muerte por inanición, será señal
inequívoca de que Colombia Educada pasa de ilusión a realidad. Anticipación
estelar de los cambios que la construcción de la paz
demanda.
demanda.


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