El
chileno, autoridad mundial en educación, asegura que los profesores de hoy no
entienden cómo aprende la mente de los jóvenes entre los 18 y los 25 años.
Cada
paso del chileno José Joaquín Brunner Ried —exministro de Estado de ese país,
sociólogo— es cuidado por dos mujeres que “le hablan al oído”. Se preocupan
porque tenga su café en la mesa a tiempo, y porque por lo menos coma fruta y
queso al desayuno. Brunner es una especie de celebridad mundial en el sector
educativo. Una autoridad. Un investigador juicioso y reputado. Ayer estuvo en
Colombia, invitado por la Universidad del Rosario de Bogotá, para hablar frente
a decenas de profesores —en la celebración de su día— sobre las
transformaciones que ha sufrido este oficio. Sobre la brecha insuperable que
existe hoy entre los viejos y los más jóvenes, porque los primeros defienden
una metodología que “va a desaparecer” arrasada por el mundo digital.
Se paró
frente a decenas de académicos para contarles que en Colombia sólo el 4,8% de
los maestros contaba con un doctorado para 2010 y que entre 2005 y 2010 la
planta de maestros universitarios creció solo en 4.672 docentes, al pasar de
97.880 a 102.552. Al terminar la charla habló con El Espectador, mientras las
dos mujeres lo escoltaban.
Sus
teorías llevan a pensar que el postulado “pueblo pobre, pueblo mal educado” es
nuestra irremediable realidad.
Los
niños de hogares de menores ingresos están recibiendo una educación realmente
deficitaria. Lo más grave es que las competencias más importantes para aprender
autónomamente a lo largo de la vida están siendo mal formadas en esta etapa. La
comprensión lectora y el manejo numérico y de razonamiento, que es lo que el
colegio debería estar formando en el plano cognitivo, son muy débiles.
¿El que está fallando entonces es el Estado,
que tiene en sus manos la educación básica de las poblaciones más vulnerables?
Así es.
En América Latina este es un fracaso no de un gobierno azul, verde o rojo, sino
de todos los estados a lo largo del siglo XX. Mientras los países europeos, y
algunos asiáticos, lograron en buena parte del siglo XIX y en el XX establecer
una educación de alta e igual calidad para todos los niños y jóvenes,
independientemente de si eran hijos de obreros o de empresarios, en América
Latina el sistema educacional fue construido para una minoría. Luego, cuando se
intentó incorporar a los excluidos, se hizo en colegios estatales de muy mala
calidad.
Para remediar esto, la Secretaría de
Educación de Bogotá propone que las universidades públicas tengan unos cupos
obligatorios para los estudiantes que vienen de colegios públicos. ¿Cree que es
una salida?
Creo
que ayuda, pero bajo la condición absoluta de que no sólo les aseguren acceso.
Entrar significa sólo pasar por una puerta, pero lo que le ocurre después a
quien ya está adentro, que tiene que entender los textos que está estudiando,
que tiene que seguir el ritmo de sus compañeros que saben estudiar
autónomamente, es de lo que realmente se tienen que ocupar quienes hacen estas
propuestas. El paso decisivo es cómo la universidad organiza su pedagogía para
ayudarles a estos alumnos, de tal modo que no terminen desertando: tienen que
tener clases especiales y compensatorias, tutores individuales... Si no lo hacen,
el experimento no funciona.
Usted dice que los profesores no saben cuáles
son las formas de aprendizaje para los jóvenes entre los 18 y los 25 años, que
no saben cómo aprenden sus mentes. ¿Qué está dejando ese vacío?
Uno
llega a ser profesor universitario no porque sigue un estudio especial que se
llame “ser profesor universitario”, sino porque uno es sociólogo, abogado,
enfermero… Nadie enseña didáctica ni el arte de enseñar la profesión, lo que sí
se hace con los profesores de educación básica. Ahora nos hemos dado cuenta de
que no puede ser así y hay universidades que están haciendo un esfuerzo para
transformar a un buen sociólogo en un buen profesor de sociología. Estamos
aprendiendo a enseñarles a nuestros profesores a enseñar.
En
Colombia sólo el 4,8% de los profesores tiene un doctorado. Eso suena muy
grave...
Primero
hay que identificar para qué quiero personas con doctorado dentro de mi cuerpo
académico. Para una carrera de investigador formal sí es casi imprescindible
tener un doctorado.
También
están los maestros que se quedaron siempre en la academia y que no tienen experiencia
en la práctica...
Esos
profesores están condenados a ser un fracaso.
¿Cree que el estatus o el valor de esta
profesión ha decaído?
Creo
que se ha diferenciado. Los maestros dejaron de ser genios absolutos, como
ocurría hace cuarenta o cincuenta años. Hay además un fraccionamiento, una
brecha entre los viejos y los jóvenes. Los profesores jóvenes, de 35 años, que
vienen de doctorados de buenas universidades de Europa y Estados Unidos, tienen
una mirada crítica hacia sus maestros que nunca salieron, que nunca escribieron
para una revista internacional. Además, hay un problema con la disciplina:
cuando los viejos estudiaron, la disciplina era mucho menos dinámica y menos
poblada de conocimiento; la nueva generación viene de una disciplina en que el
conocimiento no se detiene.
¿Podría decirse que hay una especie de
pasividad de los viejos al acoplarse a los nuevos lenguajes que exige esta era
digital?
No es
pasividad. Es otra cultura. Otros valores. Ellos hacen parte de una forma de
ejercer la profesión que empieza a quedar conceptual, tecnológica y
culturalmente superada por la era digital. De hecho su metodología, la del
profesor que enseñaba con la pura palabra y con el mismo texto durante veinte
años, desapareció. Hoy un profesor joven piensa cada curso de forma diferente y
tiene los medios para hacerlo, porque se sienta frente a su computador y puede
bajar el currículum de su curso tal y como se enseña en Oxford o en Harvard.
Ese es su punto de comparación. Esa es su competencia. No es que los viejos
sean malos o pasivos, eran muy buenos, pero eran de un mundo que de repente
colapsó.
Por:
Redacción Vivir
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