Ola Política
Alejo
Vargas Velásquez
Los trabajadores de la Universidad Nacional en
las sedes de Bogotá y Palmira iniciaron la cuarta semana de bloqueos a los
edificios de las Facultades, bloqueos que sin duda rechazamos porque es usar
medidas de fuerza para impedir que la comunidad de la Universidad, estudiantes
y profesores, puedan entrar a su hábitat natural y desarrollar su práctica
cotidiana, que es la enseñanza-aprendizaje, el debate, la investigación.
Otra cosa es que las demandas por ellos
planteadas seguramente tienen mucho de justeza, pero no los métodos que han
utilizado para que sean atendidas.
Ahora bien, este paro de los trabajadores de
la Universidad Nacional coincidió con otra serie de movimientos de sectores
como los cafeteros, los camioneros o la huelga de los trabajadores de El
Cerrejón, movimientos todos estos que sin duda el gobierno considera de mayor
prioridad porque afectan el orden público nacional, o porque inciden en la
velocidad en que se mueve la llamada ‘locomotora minera’. Desafortunadamente,
debemos aceptar con asombro y pesadumbre que la educación superior, y
especialmente la suerte de la Universidad del Estado por excelencia, no es algo
que aparentemente trasnoche al Gobierno, ni al Estado en su conjunto.
Bueno, una vez superados –vía acuerdos
pactados- los anteriores movimientos sociales de protesta, le llegó el turno al
conflicto de la Universidad Nacional y seguramente con los buenos oficios del
Viceministro del Trabajo –el negociador más experimentado del Gobierno- se
pueda encontrar un camino de solución, que esperamos no supere esta semana.
Pero para dicha solución se va a requerir que el Gobierno nacional acepte que
es a él a quien corresponde apropiar los recursos presupuestales necesarios
para cubrir los acuerdos a que se llegue sobre las demandas de los trabajadores
–sobre esto la Ley y sentencias de la Corte Constitucional no dejan ninguna
duda-.
Pero
el problema de la Universidad Nacional no se agota en este paro de los
trabajadores; el problema financiero es mucho más profundo y tiene que ver con
necesidades para el mantenimiento de la planta física que la actual
administración estima en cifra cercana a los dos billones de pesos –como se
añora la importancia que el gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo en su
gobierno de la llamada ‘revolución en marcha’ (1934-1938) le dio a la primera
universidad pública del país, creando la actual Ciudad Universitaria-; pero
adicionalmente, y esto es un problema compartido con las demás universidades
públicas, la planta profesoral está congelada desde inicio de los años 90 y sí
se nos exige aumentar la cobertura en pregrado y postgrado y la investigación.
Adicionalmente,
se plantea una amenaza sobre la integridad de su Campus que podría ser
parcialmente cercenado con el macro proyecto –cuestionable, sin duda- de
remodelación del CAN.
Por
eso es legítimo preguntarse si el Gobierno y el Estado, y aún la propia
sociedad colombiana, valoran ese importante activo social que tiene en su
Universidad Nacional, no sólo por su valiosa historia y su contribución a la
formación de la nación colombiana –la lista de las contribuciones en el pasado
y en el presente es larguísima-, sino también por su presente con indicadores
que de lejos la sitúan como el primer centro de formación superior del país y
de los mejores de Latinoamérica, donde se adelanta la más importante
investigación científica universitaria y donde se forman miles de profesionales
que van a aportar al desarrollo de nuestra nación.
Ojala
el presidente Santos, su ministra de Educación y su Gobierno valoraran de
manera adecuada lo que significa la
Universidad Nacional y no escatimaran recursos para darle el empujón financiero
que requiere con urgencia, igual que al resto de la universidad pública
colombiana. No hacerlo sería una grave equivocación de perspectiva, y sobre
todo de lo que significa el rol de la educación superior como importante activo
en la construcción de nación y de desarrollo.
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