Cuando la ministra de Educación, María Fernanda Campo, presentó su primer proyecto sobre educación superior, afirmó que “en Colombia hay 80 universidades, de las cuales 32 son públicas”.
Sin embargo, en febrero de 2010, el Grupo de Investigación Sapiens Research realizó una investigación para clasificar las primeras diez universidades colombianas, y encontró un total de 125 universidades y 114 instituciones universitarias (que aún no cumplen los requisitos).
Para el estudio solo fueron clasificadas 61 universidades y tres instituciones universitarias.
El criterio de evaluación se enfocó en el número de artículos publicados, la inversión en cada área para infraestructura y personas contratadas, y los ingresos por concepto de investigación.
Además, el trabajo estableció indicadores de ciencia, tecnología e innovación vinculados a las instituciones de educación superior colombianas, con el fin de elaborar un modelo cuantitativo que permitiera construir un ranking, que se tituló ‘Ranking U-Sapiens Colombia’. Para ello, se abordaron solo las que ofrecieran programas de maestrías y doctorados, tuvieran grupos de investigación y publicaran revistas indexadas en PUBLINDEX.
Aunque sería conveniente realizar una conciliación entre las dos cifras para analizar la diferencia, mientras tanto, lo lógico es tomar como ciertas las de la señora Ministra. Según ellas, en el país, además de las públicas, solo existirían 48 universidades privadas.
La inquietud que surge de inmediato es sobre su calidad y el correspondiente beneficio social que aportan estas últimas. En el ‘Ranking Web de Universidades del Mundo, Top Latino América’, publicado en enero pasado, no clasificaron sino cinco colombianas, en lugares desalentadores de la clasificación mundial y latinoamericana:
UNIVERSIDAD | RANKING | |
MUNDIAL | LATINOAMÉRICA | |
Universidad Nacional de Colombia | 426 | 14 |
Universidad de Antioquia | 631 | 27 |
Universidad de los Andes | 700 | 30 |
Pontificia Universidad Javeriana | 891 | 47 |
Universidad del Valle | 1.169 | 51 |
Estas cifras plantean varias inquietudes: ¿Si la quinta universidad de Colombia aparece en el vergonzoso lugar 1.169 del ranking mundial, qué esperanza de figurar tendrían las restantes 75?
¿Con excepción de algunas públicas y contadas privadas serias que no clasificaron, será que las restantes ameritan siquiera ostentar el título de universidades?
La carencia de cupos en las públicas, la falta de simpatía e interés –y hasta animadversión– de algunos gobiernos por éstas, y la imposibilidad económica de los pobres para acceder a las pocas privadas aceptables (con altísimas matrículas) ha traído el lamentable resultado de la proliferación de universidades que en el ambiente académico serio y responsable se denominan “de garaje”.
Funcionan sin cumplir las condiciones mínimas de calidad, rigor académico y demás exigencias docentes. Tampoco tienen posibilidades ni interés de hacer investigación, la cual demanda importantes recursos.
Los propietarios de estos rentables negocios no son más que simples mercaderes que se aprovechan de la insatisfecha necesidad de conocimiento, que no ha querido atender el Estado, a pesar de su obligación constitucional. El mercado objetivo son jóvenes de las clases menos favorecidas, con aspiraciones. Seres humanos llenos de esperanzas por lograr un título universitario, que abrigan la ilusión de que éste les permita ascender posiciones en la escala socioeconómica.
Generalmente estudiantes nocturnos que deben trabajar para pagar sus carreras y, a duras penas, subsistir con sus familias. Sufren las limitaciones del tiempo y las consecuentes privaciones en la satisfacción de otras necesidades inherentes a la condición humana.
Esto los lleva al facilismo, a tal grado que cuando determinado profesor les requiere un pequeño rendimiento, inmediatamente es “vetado”. Los directivos, a su vez, para evitarse problemas y molestias cambian al docente de inmediato por otro “más tolerante”.
A la hora de la verdad, estas lucrativas empresas sin ninguna responsabilidad social, de manera engañosa solo venden ilusiones fallidas, porque sus títulos carecen del suficiente respaldo académico para que respondan a las exigencias mínimas profesionales que simboliza el diploma.
Casi siempre empiezan el negocio en cualquier viejo caserón, localizadas en las zonas céntricas de las ciudades, especialmente Bogotá. Le ponen un nombre atractivo, la acondicionan con una mínima inversión en tableros y sillas, y consiguen algunos amigos como profesores a quienes no someten a ningún tipo de evaluación académica.
Al poco tiempo, sorprenden con grandes instalaciones y varias sedes en mejores lugares, con el propósito comercial de captar estudiantes con mayor poder de compra e incrementar las matrículas y sus ingresos.
Aunque se constituyen como entidades sin ánimo de lucro –por la restricción legal–, toman esta figura con el propósito fiscal de eludir impuestos. La fría y triste realidad es que son negocios poco éticos con ropaje de fundaciones, pero, sin duda, muy rentables, que en poco tiempo reciben grandes dividendos.
Así como engañan a los estudiantes, también explotan a los profesores con paupérrimos salarios y ninguna estabilidad. Se caracterizan por no tener docentes de planta. Semestralmente los liquidan para cortarles la antigüedad y evitar potenciales problemas laborales.
Ante la alarmante escasez de recursos, la lógica financiera indica que los pocos dineros disponibles deberían invertirse en las mejores universidades públicas, para triplicar o multiplicar la admisión de aquellos más inteligentes que nunca accederán a la buena educación por escasez de cupos y sí serán decisivos para sacar al país de su resignada condición tercermundista.
Juan Jacobo Pavajeau.
Profesor Universidad Nacional
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