Miguel Caro
Todos la piden y la anhelan, gobierno y oposición, clase política y ciudadanía, ultras y moderados; todos reclaman la necesidad urgente de alcanzarla, unos garantizándola constitucionalmente, a través de la provisión obligatoria del Estado y otros señalando que da lo mismo quien la entregue, lo importante sería que finalmente se concrete, por vía pública o vía privada, con o sin lucro. El problema es que nadie la define, y a lo menos resulta curioso que todos busquen casi frenéticamente algo que no se sabe bien qué es.
Hasta ahora, ha operado en los hechos un concepto asociado a rendimiento académico medido a través de pruebas estandarizadas (Simce principalmente). Este mecanismo es un aspecto clave del modelo, toda vez que, por una parte, condiciona el proyecto formativo a la adquisición de ciertos contenidos y habilidades instrumentales que permiten una mayor adaptabilidad a las reglas socio-laborales y económicas, cercenando con ello la integralidad de la formación y, por otra, se instituye como un dispositivo orientador para concretar la lógica mercantil de competencia entre escuelas y la selección de estudiantes, fortaleciendo la tendencia a la desigualdad y segregación del sistema. La calidad entendida desde allí no hace más que obstaculizar cualquier iniciativa que apunte en una dirección distinta, por más recursos o garantías legales que proporcione.
En términos de su origen, la idea de calidad de la educación prácticamente no aparece en la bibliografía especializada antes de los años 70’; se trata más bien de un concepto nuevo, sin tradición en la discusión educativa. Su aparición se da en el contexto de la irrupción del neoliberalismo y su uso se emparenta más bien con la lógica del mundo empresarial, asociada directamente a los procesos productivos y a la lógica insumo-proceso-producto propia del campo económico. Ciertamente que en ese marco, la calidad es objetivable como anhelo, observable en relación con su despliegue y mensurable respecto de su realización.
Efectivamente, el nivel de control de los factores que inciden en la producción de un bien es muy alto, por lo que existe mínima variabilidad de los elementos intervinientes y, por tanto, los procesos pueden ser estandarizados de modo de optimizar el rendimiento y reducir la incertidumbre. La evaluación del resultado, a su vez, responde a indicadores precisos respecto de una imagen de logro nítidamente preestablecida, por lo que el juicio se construye a partir de finalidades unívocas. En síntesis, para la producción de un bien cualquiera los requerimientos son claramente determinables, el proceso de elaboración es finito, evaluable de manera objetiva y comprobable su eficacia.
Sin embargo, la operación de trasladado del concepto de calidad al proceso educativo tiene muchas complejidades. A diferencia de producir un bien o servicio, el acto de educar se produce bajo características muy particulares, entre las que podemos nombrar algunas de ellas:
1) La función educativa se realiza sobre un sujeto y no un objeto, por lo tanto sobre alguien que está en alguna medida constituido y se va constituyendo también fuera de la escuela, en términos socioculturales e históricos, por lo que la formación escolar, a diferencia de un espacio de producción, tiene un punto de partida sobre una realidad socio-individual pre-existente y fraguada en paralelo de modo permanente, la que en buena medida escapa al “control” de la escuela y nunca es cien por ciento modificable como si se tratara simplemente de rehacer un producto.
2) Es imposible medir y controlar todas las variables que inciden en labor educativa, dado que siempre actúan factores o combinación de factores nuevos –relativos al sujeto en su multidimensionalidad y contextos- que dejan obsoletos los modelos cerrados de control de variables.
3) La eficiencia (no la eficacia) de la función educativa depende del capital cultural y social disponible en poblaciones escolares y grupos sociales diferenciados. No es posible educar a dos poblaciones o grupos de estudiantes socioculturalmente diferenciados con la misma cobertura curricular, amplitud de saberes y capacidades, del mismo modo, con los mismos recursos (cuestión que no ocurre) y en el mismo tiempo.
4) La finalidad se define no sólo desde fuera, sino desde quien se educa y su entorno directo. En educación, la impronta del sujeto, sus intereses, elecciones y finalmente el proyecto de vida que este va eligiendo y construyendo, son y deben ser determinantes en el modo en que se concreta su propia educación, más allá de la legítima intencionalidad de la escuela por una u otra opción.
5) La educación es multidimensional, refiere a aspectos cognitivos, valóricos, emocionales, sociales, etc. Esto es, la deriva del proceso educativo depende de la combinación infinita de posibilidades de trayectoria y exige necesariamente una perspectiva integral, donde muchas veces poner énfasis en aspectos emocionales o sociales resulta más determinante que reducir el trabajo a lo puramente cognitivo.
6) El concepto de aprendizaje –que es algo de lo que todos hablan pero que tampoco se define- supera con creces la idea de adquirir conocimientos, y también rebasa la lógica del desarrollo de habilidades. Finalmente, aprender involucra la unidad del sujeto y su relación con el mundo, por lo que se concreta como un proceso de formación global (nos demos cuenta o no) que impacta en las representaciones que el sujeto construye de sí mismo y del mundo en el que le toca vivir.
7) El resultado se percibe a largo plazo y no puede atribuirse a algún factor en particular. Haber recibido una buena educación es algo que se “comprueba” mucho más allá del tiempo escolar y su relación con este no se explica necesariamente por el rendimiento e uno dos sectores de aprendizaje. De hecho en la escuela se “aprenden” miles de cosas que nunca se usan en la vida y que determinan muy poco el comportamiento futuro de un individuo.
Quienes hablan de educación desconociendo el campo y tratando de aplicar criterios ingenieriles o puramente gerenciales, se alejan por completo de la naturaleza humana-socio-cultural e histórica del fenómeno educativo, pretendiendo reducirla a modelos de gestión y a mecanismos de eficiencia que responden a finalidades propias de otras áreas del quehacer de la sociedad. Dicho enfoque sustenta una concepción formativa bajo la lógica de circuito-productivo, regida por la teoría del rendimiento y la socialización adaptativa, concebidos como estándar y propiciando un modelo de desempeño profesional centrado en la “productividad” y en el mecanismo de premio-castigo como método para optimizarla.
Lo que corresponde, antes que usar un concepto en boga, ajeno a lo educativo e instalado arbitrariamente, es generar un debate amplio y participativo para definir qué tipo de educación queremos y respecto de qué finalidades sociales, ello evitaría caer en el tecnicismo redundante y de sesgo estandarizador implicado en el término “calidad”. Si tuviéramos que usarlo, mientras aquella discusión se abre, tendríamos que modificar el enfoque de su definición y dotarlo de un contenido amplio, traspasando los estrechos límites del rendimiento instrumental para abrirse hacia toda la complejidad y riqueza de lo educativo.
Desde esa perspectiva, podríamos señalar preliminarmente que una escuela de calidad es aquella donde se produce integración social entre los miembros de la comunidad y donde existe una preocupación por la educación integral, incorporando con fuerza la formación ciudadana, la integración de valores sociales y el ejercicio de la libertad. Una escuela de calidad es un espacio de vocación inclusiva, por tanto un lugar donde se respetan y valoran las diferencias de quienes lo habitan. Habrá también calidad donde las prácticas cotidianas –tanto institucionales como sociales- son solidarias, promoviendo la preocupación permanente por el otro a través de actos concretos. Podrá haber calidad educativa en las escuelas que practiquen la democracia, real y no formal, donde los actores de la comunidad puedan tomar decisiones sobre el proyecto educativo y el futuro de sus miembros. Existirá calidad donde haya colaboración y no competencia, entre estudiantes, profesores y las propias escuelas. La calidad se define también por la presencia de definiciones curriculares descentralizadas, en las que se ejerce la soberanía local sobre el proyecto cultural que se elige tener. Una escuela es de calidad si está abierta a la comunidad y no cierra sus puertas ni levanta sus muros aislándose del entorno, para buscar la integración de saberes y experiencias formativas.
Una escuela de calidad es aquella en que el rendimiento académico está centrado en un concepto de aprendizaje amplio, multidimensional, orientado capacidades reflexivas más que a contenidos o a habilidades instrumentales; donde se promueva la reflexión crítica y la ampliación de las visiones de mundo. La escuela en Chile será de calidad si el conjunto de la labor educativa es evaluada colocando el mayor énfasis en los procesos y en donde desaparezca la medición estandarizada-censal y paramétrica.
Finalmente, el juicio público y especialmente el del Estado no puede dejar de considerar la amplitud de dimensiones involucradas en una buena educación; de hecho se debe tener en cuenta que hoy, con educación de mercado, con grandes desigualdades y con recursos insuficientes, existen muchas escuelas, principalmente públicas, donde la labor es en este sentido inconmensurable, dadas las dificultades del contexto. Pero el veredicto oficial, en vez de apoyarlas, las condena sistemáticamente por no sobrepasar el promedio nacional del Simce, a pesar del enorme valor del trabajo que en esos lugares se realiza. Allí el Estado, simplemente está cometiendo una aberración, frustrando los esfuerzos y las esperanzas de comunidades enteras, en beneficio de un concepto de calidad qué solo sirve para la mantención del modelo.
Miguel Caro es Profesor de Historia y Geografía, Director Departamento de Educación, Universidad ARCIS.
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