Miguel Caro
Ya no hay dudas que las masivas y prolongadas manifestaciones de descontento en educación expresan un malestar social más amplio, el que a mi juicio se explica fundamentalmente por tres razones de carácter global.
1. Los temas de fondo que han motivado históricamente los reclamos de amplios sectores sociales siguen estando pendientes, dado que no han sido resueltos o sólo se han abordado parcialmente, permitiendo que el malestar se mantenga y renueve acumulativamente cada año. Esta es por tanto una razón que tiene que ver con el Chile real y con la insatisfacción que produce el contenido del proyecto de país que se puso en juego: la promesa de crecimiento con equidad. Lo no resuelto en educación se asocia a con un sistema legal y constitucional que permite la libre iniciativa y no garantiza el derecho a una educación digna, igualitaria y pertinente. Salvo en cobertura y expansión institucional, la sensación es que en 21 años no existe ningún avance efectivo; la situación de segmentación, inequidad y deterioro, provocada también por la propia expansión, es generalizada, tanto en el sistema público como privado y pareciera que con cada anuncio estuviésemos empezando de nuevo, con grandes ofertas de reforma (o revolución) que claramente no han ido al fondo de los problemas.
2. Cada vez queda más claro que el sistema político vigente no representa adecuadamente las problemáticas más urgentes de la sociedad. Ni el gobierno, ni el parlamento, ni los partidos políticos logran interpretar el descontento y sus verdaderas causas; pero además, el modelo político no posee, y más bien niega, los mecanismos que garanticen efectivamente la participación y la incorporación de los intereses ciudadanos en la solución de los problemas.
No estamos en presencia entonces de un simple descontento con la llamada clase política, como si se tratara de un problema de estilo o de prácticas en que predomina sólo la rencilla permanente y el desinterés por gobernar o legislar. Más allá de que ello pueda estar presente en ciertos momentos, en la gran mayoría de los casos las discusiones terminan en amplios acuerdos e iniciativas legales, consensuadas entre los representantes de ambos bandos, con felicitaciones mutuas y sendas ceremonias; pero justamente ahí está el problema, en el carácter cupular, duopólico y excluyente del sistema político. Baste recordar la mediática salida que se le dio a la llamada revolución pingüina el año 2006, con los dirigentes de los partidos políticos alzando sus manos al cielo para consagrar un nuevo gran acuerdo (pre-parlamentario) que, sobre la base de sepultar las principales aspiraciones que motivaron el movimiento, prometía poner fin a los males en educación. Pero aquí estamos, seguimos igual y comienza a invocarse nuevamente la ya desgastada fórmula mágica del “acuerdo nacional”.
3. El rol permanente que jugaron tanto autoridades como dirigentes sociales y políticos concertacionistas durante sus años de gobierno, fue el de contención de las presiones sociales, frente a la necesidad estratégica de recuperación de la democracia y de gobernabilidad. Algo, que pudiera entenderse como necesario para un primer gobierno (Aylwin), se mantuvo inalterado durante todo el período.
El papel de “tapón social” que ejerció la coalición de gobierno durante dos décadas inhibió, contuvo, deslegitimó y también reprimió duramente -cada vez que fue necesario- a los movimientos sociales que escapaban a la racionalidad de la nueva razón de estado. Los sectores más precarizados y buena parte de la población que luchó por la vuelta a la democracia, ejerció -de comienzo a fin- una ciudadanía a medias, cautiva y temerosa de perder lo ganado, una ciudadanía en la medida de lo posible, escasamente peticionista y muchas veces domesticada por el clientelismo o las promesas electorales. Quienes gobernaban y los dirigentes sociales cooptados, utilizaron muy bien estos recursos, enarbolando una retórica de la doble responsabilidad: a) Instalar la necesidad de que las peticiones no fueran desmedidas para mantener los equilibrios macroeconómicos y también los equilibrios políticos, aquellos que supuestamente hacían posible la gobernabilidad. b) Asumir que en Chile, más allá del origen antidemocrático, las instituciones funcionaban y que ello era condición para la construcción de la democracia.
Con todo, resulta indudable que se gobernó con las reglas del modelo neoliberal y que las políticas sociales, al ser de focalización (no redistributivas) no alcanzaron para satisfacer las demandas básicas de numerosos sectores de la población, de lo contrario no se entenderían las actuales movilizaciones. Por estas razones, la función de contención social ejercida, devino en el establecimiento de un pacto social tácito que le dio estabilidad al modelo, pudiendo de ese modo desplegarse y consolidarse sin mayores contratiempos, con todas las consecuencias que hoy comienzan a verse con mayor claridad. Junto con la recuperación de ciertos derechos y libertades, en lo esencial allí estuvo el rol histórico de la Concertación como coalición de gobierno.
En educación, la estabilidad de las reglas del juego del modelo y las instituciones funcionando, fueron el marco apropiado para que se consolidaran la segmentación, la creciente privatización y el deterioro progresivo del sistema escolar público. Sobre esa base se produjo la expansión inorgánica, precarizada y altamente lucrativa del sistema universitario. En general, asistimos al deterioro de la educación como derecho universal, garantizado por el Estado en condiciones de dignidad, igualdad y pertinencia. Al amparo de la Constitución de 1980, legitimada por reformas parciales, se consolidó un modelo educativo que segmenta socialmente y reproduce las desigualdades, que se privatiza aceleradamente sin entregar de manera equitativa la tan anunciada calidad, reduciéndola -en el mejor de los casos- al entrenamiento para pruebas estandarizadas. Un modelo que permite el lucro con fondos públicos, transfiriendo cuantiosos recursos del Estado sin fiscalización y externalizando sus funciones. Un modelo que generó la expansión de la cobertura en el sistema universitario a costa de hipotecar el futuro de las familias a través del endeudamiento usurero.
En suma, tanto el experimento puro de mercado y el posterior complemento focalizador de la concertación, fracasaron; de aquello no hay duda. El problema es que las medidas del actual gobierno son más y peor de lo mismo, con una lógica gerencial, de premio-castigo que traerá más autoritarismo y más mercado donde se necesita más democracia y más estado. Frente a esto, sin la inhibición paralizante de las últimas décadas, y sin nada que perder, sólo queda la presión social sobre el gobierno y el parlamento, para instalar una agenda que enfrente la crisis y ponga los temas de fondo al centro de las soluciones, restituyendo el protagonismo que alguna vez tuvieron los actores sociales en la construcción del país.
El actual movimiento no puede conformarse con un simple aumento de recursos, es esperable también que pueda avanzar, entre otras cosas, en la instalación de una ley de educación pública que, en el marco de una reforma constitucional, reponga el rol de Estado; que se pueda garantizar (no sincerar) la ausencia de lucro, condicionando a ello la entrega de recursos y equiparar el interés bancario para los estudiantes de universidades privadas. Para todo esto se requiere, con unidad, una mesa de diálogo vinculante en cuanto compromiso político del gobierno y luego colocar toda la presión sobre el parlamento en aquello que sea necesario.
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