Por: Rodolfo Arango
La
educación superior no es un bien meritorio, al que puedan acceder sólo los
mejores. Tampoco es un producto financiero que se pueda transar en el mercado.
Por:
Rodolfo Arango
Se
trata de un derecho fundamental cuyo acceso debe garantizarse por el Estado a
todas las personas que terminan su bachillerato en el país. Estas son las
razones de fondo para considerar que el programa de créditos condonables “ser
pilo paga” es un error político y, si se generaliza, una violación de la
constitución y de los derechos fundamentales de millones de jóvenes.
Lo
anterior no significa que en mi condición de docente universitario no vaya a
consagrar todos mis esfuerzos a apoyar a los 10 mil beneficiarios de los
préstamos condicionados del Icetex, mal llamados becas por muchos, incluso
funcionarios del Gobierno. En mí tendrán todos los y las estudiantes un aliado
para defender sus derechos y coronar con éxito sus carreras. De hecho, en
vacaciones ya recibí las primeras quejas de uno de los “afortunados” que, con
consternación, se dolía de la reducción sorpresiva e inconsulta por parte del
Gobierno de las cuotas de sostenimiento destinadas a los universitarios.
La
educación en general, y la superior en particular, es el principal factor
generador de equidad en una sociedad. Por eso no deben acceder a ella sólo los
que pueden pagar o los mejores estudiantes de su promoción sino todos los
bachilleres. El altruismo de una sociedad debe manifestarse en la forma en que
ella se reproduce material y simbólicamente. Esto vale para el proceso de
socialización que, cuando es exitoso, profundiza los sentimientos de pertenencia,
gratitud y reciprocidad, y viabiliza el trabajo mancomunado y colectivo para el
bien de todos. En contravía con esta visión, los enfoques antidemocráticos y
economicistas prometen individualismo, resentimiento y conflictividad.
Lo que
puede pasar con el programa es previsible. La mitad de los pilos cumplirían con
las condiciones y serían beneficiarios de la condonación de sus deudas. Hoy del
45% al 50% de los estudiantes universitarios desertan a mitad de camino, más si
se trata de personas de escasos recursos donde las limitaciones materiales, la
marginalidad y el clasismo confabulan en su contra. Podría perfectamente pasar
que estudiantes sisben 3, con menores tensiones, logren la meta, mientras otros
en peores condiciones terminen siendo deudores del sistema financiero. Si el
programa no quiere fracasar estruendósamente, tendría que incluir la muerte de
familiares cercanos, el desempleo de los padres o la calamidad económica de la
familia, entre las causales de no penalización financiera en caso de suspender
los estudios.
Existe
un detalle del programa sobre el cual no se ha puesto suficiente atención. Los
dineros que lo financian son públicos. Eso significa que los y las
beneficiarias son “estudiantes públicos”, de visita en universidades privadas.
Estas reciben los dineros de todos y no pueden distraerlos para objetivos
diferentes a garantizar la satisfacción del derecho fundamental en cuestión.
Como dineros públicos, su vigilancia corresponde a la Contraloría General de la
República. Las universidades se tornan ahora en empresas prestadoras de
educación (EPE) por encargo y, como tales, deben utilizar todos los recursos
recibidos, salvo costos de administración, al éxito de la “inversión social”.
Si el
gobierno no hubiera burlado el debate democrático, luego del fallido intento
privatizador de la educación superior en el Legislativo, y no hubiera impuesto
su idea vía decreto, quizás se habría percatado del dulce envenenado que
regalaba a algunas universidades privadas.
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