El
dictamen de Medicina Legal establece que la muerte del líder del Congreso de
los Pueblos, Carlos Pedraza, fue producida por "proyectil de arma de fuego
[causando] una lesión que se ubicó a nivel del cráneo con una trayectoria de
atrás hacia adelante (…) y realizada con un arma de baja velocidad”. Esta
evidencia confirma la hipótesis de que su asesinato constituye un crimen
político en un contexto en el que líderes sociales -entre los que se encuentran
sus compañeros más cercanos- fueron amenazados de muerte. El gobierno fue
alertado sobre el riesgo que corren ciudadanos a los que debe garantizar su integridad,
pero eligió ignorar los llamados de atención y en cambio habilitó, con su
silencio, un contexto favorable al accionar criminal que se extiende hasta
estos días. La falta de reacción oficial podría ser leída como vía libre para
la persecución y el recrudecimiento de la violencia contra el movimiento
popular. Así, este crimen se convierte en el más serio riesgo que atraviesan
los procesos de paz.
Parte
de la historia es sabida: el lunes 19 de enero Carlos se dirigía de su casa en
el sur de Bogotá a Teusaquillo, donde debía organizar el trabajo de una
comercializadora agropecuaria. Pero nunca llegó a esa cita y en cambio su
cuerpo apareció sin vida 60 km al norte de la ciudad.
Más
allá de esa información, hay pistas que ratifican que su asesinato constituye
un mensaje político que hace parte de una estrategia de saboteo a las
negociaciones de paz que se llevan adelante con las insurgencias y, sobre todo,
al apoyo que esos procesos recogen en el movimiento social.
* Por
qué su cuerpo aparece en Gachancipá. Carlos no tenía familiares, amigos ni
conocidos en este municipio de Cundinamarca ubicado en la provincia de Sabana
Centro. Más aún: ni la comercializadora en la que trabajaba, ni el Movimiento
Político de Masas de Centro Oriente en el que participaba, tenían presencia en
ese destino, ni siquiera de paso hacia otra región cercana. La aparición de su
cuerpo debe interpretarse como parte de un mensaje inequívoco: quienes lo
asesinaron pretendieron manifestar la impunidad de haberlo retenido, trasladado
a un lugar remoto y arrojado su cuerpo allí. ¿Qué particularidad política tiene
Gachancipá, que pueda servir para dar contexto al hecho? Allí pervive un tejido
mafioso y paramilitar que, desde hace más de una década, mantiene un control
territorial que no fue desafiado ni por la presencia de otras fuerzas
irregulares ni por el propio Estado. En los últimos tiempos, el asesinato del
concejal liberal Germán Cruz por intentar cancelar unas licencias de
explotación de una cantera en manos de un administrador presuntamente
relacionado al paramilitarismo local, es apenas una muestra de ese entramado
mafioso que controla además resortes del poder económico -y político- de la
región.
* Las
amenazas que lo habían tocado de cerca. Carlos era uno de los responsables del
Zonal Bogotá del Movimiento Político de Masas Social y Popular del Centro
Oriente de Colombia, un sector fuerte del Congreso de los Pueblos. En las últimas
reuniones habían evaluado las amenazas recibidas, que involucraban, con nombre
y apellido, a tres de los integrantes de su espacio político más cercano.
“Establecimos rutinas de seguridad para quienes estábamos señalados en los
panfletos de las Águilas Negras, pero no definimos que Carlos, a pesar de ser
un compañero muy notorio políticamente, debiera alterar su rutina. Pensándolo
ahora concluimos que los señalamientos y su asesinato son parte de una misma
estrategia, amenazas distractivas para ver cómo se mueve cada quien y terminar
golpeando a un miembro del grupo que queda expuesto”, reflexiona una de las
personas de su espacio político, amenazada de muerte durante las últimas
semanas, que por razones obvias de seguridad pide no revelar su identidad.
*
Golpear donde duele: el apoyo social a los procesos de paz. “Carlos era un
defensor de derechos humanos”, explica la misma persona que militaba junto a
él. “Venía del movimiento de víctimas, su trabajo social era ampliamente
reconocido”, agrega. Su espacio social y político, el Congreso de los Pueblos,
expresa a una amplia diversidad de movimientos campesinos, indígenas,
estudiantiles y urbanos que manifiestan (al igual que gran parte de los
sectores progresistas y de izquierda) un apoyo a las negociaciones con las
insurgencias aunque no incondicional: reclaman a la vez el protagonismo de la
sociedad en la búsqueda de una paz que atienda la agenda social. Por eso el
asesinato de Carlos no se corresponde con una lógica de persecución de las
insurgencias: es un golpe al tejido social, a los sectores democráticos y
populares capaces de amplificar -y complementar- las gestiones de paz que
adelantan las guerrillas, para que se retraigan del rol de apoyo a un proceso
de cambios en Colombia. Quebrar esa amplia y diversa coincidencia de actores
armados, políticos y sociales tras una idea común de paz es una de las líneas
estratégicas de la derecha guerrerista en Colombia. Para ello pegan -matan-
donde más duele: en los liderazgos del movimiento popular.
La responsabilidad política, en los más altos
niveles del poder del Estado
El
presidente de la República Juan Manuel Santos, su vicepresidente y su ministro
del Interior recibieron formalmente el pasado 17 de enero, pocos días antes de
la aparición sin vida del cuerpo de Carlos, la exigencia de parte del Congreso
de los Pueblos para que se tomaran “las medidas necesarias para garantizar el
derecho a la vida” de sus integrantes, tras una serie de amenazas de muerte recibidas
en las últimas semanas.
“Los
grupos paramilitares llamados Águilas Negras han iniciado una ofensiva nacional
contra procesos, líderes y organizaciones sociales que luchan por los derechos
humanos, la democracia, la dignidad de las víctimas y la paz de Colombia”,
explicaba la nota presentada por el Congreso de los Pueblos ante la Presidencia
de la República, la Vicepresidencia y el Ministerio del Interior -y difundida
además en forma masiva-. Allí se enumeran las graves amenazas de muerte que han
recibido líderes sociales, comunitarios y políticos, entre octubre de 2014 y
enero de este año, en muchos casos mencionados con nombres, apellidos y
detalles de sus movimientos tanto en Bogotá como en Barrancabermeja, Arauca o
la Costa Caribe.
Pero el
Presidente desoyó el pedido: no hubo respuesta institucional antes del
asesinato de Carlos. Tampoco hubo repercusión oficial en los 5 días ya
transcurridos desde que se conoció el hecho y se denunció ampliamente a nivel
nacional e internacional.
La
gravedad de la situación es creciente y, si no operan cambios sustanciales
desde el poder del Estado, degenerará hasta salirse de las manos. Si el crimen
de Carlos no logra despertar la reacción oficial, el conflicto en Colombia, en
lugar de 'desescalarse', crecerá. A la dinámica que en los últimos años adquirió
la lucha social pueden sumarse la inestabilidad política, incluso el
recrudecimiento del conflicto armado. Si bien hay expectativas de concreción de
un acuerdo global entre el Gobierno y las FARC, ante el asesinato del líder del
Congreso de los Pueblos esta guerrilla dio una clara muestra de solidaridad y
realizó un fuerte alerta sobre la posibilidad de que este hecho ponga en riesgo
el cese al fuego. “Se nos está agotando la paciencia”, fueron las palabras con
las que Pastor Alape, en nombre de las FARC, refirió a las consecuencias que la
impunidad en este caso puede acarrear.
El
presidente Santos sabe de qué se trata. Aunque hace oídos sordos a las
advertencias cuando provienen del movimiento social, sí atiende, con una alta
dosis de especulación mediática, a figuras reconocidas cuando son blanco de
amenazas, como sucedió semanas atrás con Piedad Córdoba e Iván Cepeda. A través
de estos comprometidos dirigentes políticos el presidente se notifica de la
gravedad de la situación, pero una vez finalizados los encuentros (y apagados
los flashes de las cámaras) nada hace, nada cambia. Eso es leído de una sola
manera por quienes planifican este tipo de golpes mortales al movimiento
social: como una señal de impunidad. Sólo era cuestión de tiempo para que esa
indolencia y complacencia gubernamental se convirtiera en un crimen del que, a
fuerza de desinterés, el Presidente de la República no podrá evitar ser
señalado como responsable político.
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