Tuve la
oportunidad de mirar el rostro del estudiante Marco Arley [1], como también el
de Cindy y el de cientos más que hacen parte de la vida estudiantil de una
universidad pública, en la que todos los días se recrean libertades y
solidaridades bajo el manto de una única condición de igualdad definida por el
ser estudiante. Los afectos completan el cuadro de garantías para vivir la
esencia misma de la universidad y participar de las dinámicas de una permanente
de ebullición de ideas.
Marco
Arley era uno más de los 25.000 los jóvenes que entre los 17 y los 24 años, -la
mitad del promedio de edad del profesorado-, encontró un lugar posible para
estar en las aulas universitarias justamente para no dejarse arrastrar por el
ánimo de guerra y violencias endémicas que acechan a los jóvenes en las calles
de todos los lugares habitados del país. Era un estudiante que no le apostó a
la muerte como proyecto de vida y por eso su deceso en la etapa final de su
carrera de ingeniería, causa un nuevo dolor, otra desesperanza, otra derrota
colectiva como claustro. Las evidencias de lo que ocurrió dejan ver una
explosión, sinembargo los resultados de la investigación correspondiente
indicaran al final lo que realmente sucedió.
No
queda duda de que era un estudiante universitario, que como la mayoría de
estudiantes del país y del mundo tenía un afiche del che Guevara en su cuarto y
seguramente otros afiches con iconos de las libertades, las revoluciones, las
artes y la música, incluso del deporte. Un estudiante es aquel que lleva la
rebeldía en su corazón, señalaba el maestro Arciniegas y Arley parecía cumplir
ese precepto, se ocupaba de sí, de formarse, de ser disciplinado en su
aprendizaje y sus compromisos académicos según lo relatan sus compañeros de
aula, pero también aprendía a poner en duda cada conocimiento y relación de
este con la realidad de la vida cotidiana, es lo que hacen los estudiantes
cuando superan la concepción de recibir formulas mecánicas y llevarlas
acríticamente a los cuadernos que rápidamente se envejecen, se tornan
amarillentos, se olvidan.
Mas
allá o más cerca de las conjeturas o posiciones sobre su muerte, era un
estudiante y este trágico y prematuro luto llena de dolor y tristeza la vida
universitaria, de la que estudiantes, profesorado y trabajadores hacemos parte,
como miembros de una institución, como padres, madres, hermanos/as, como
responsables de unas ideas y visiones de mundo, de país, de grupo. No somos
ajenos, no somos extranjeros, somos parte de este luto por encima de las causas
y las consecuencias de la tragedia. Esta nueva pérdida de vida humana, es una
pérdida de esperanzas, otro parte de derrota colectiva que flota en el ambiente
universitario, precisamente en el escenario donde y para decirlo con
mayúsculas: nadie se prepara ni para la guerra, ni para los combates a muerte.
En la universidad los límites son éticos, sus modos de acción políticos y sus
resultados el dialogo y la critica que construye otros mundos posibles. La
universidad es el lugar de la solidaridad para construir y reconstruir, crear,
generar otras teorías y otras prácticas y lo más revolucionario es la energía y
capacidad de sus jóvenes para provocar las transformaciones sociales con la
fuerza de sus ideas, y la imaginación en el contenido de sus símbolos.
Este
estudiante tenia entorno, pertenencia a un lugar, a una familia, a unos amigos.
Había nacido en provincia, en el municipio de Chivata, que hizo parte de la
ruta libertadora de Bolivar y cuyo nombre hace referencia a “nuestra labranza”.
Su muerte llama a reflexionar sobre el porqué de estos tiempos adversos para la
labranza universitaria que en un corto periodo ha tenido que despedir de manera
luctuosa a tres de sus estudiantes victimas de distintas situaciones de
violencia. Para la universidad sus estudiantes son sus hijos y la pérdida de la
vida de cualquiera una irremediable perdida por encima de la circunstancia en
la que ocurra. No podemos ser ajenos a lo que ocurre, estamos convocados todos
los estamentos a ocuparnos de ellos, de su cuidado, a oir sus voces, a atender
sus llamados. Los estudiantes no son el reflejo de lo que nosotros somos, pero
de alguna manera llevan partes de institución, de gobernabilidad, de discurso,
de prácticas, de silencios, de olvidos.
Los
tres (Ricardo, Jorge, Arley) procedían de hogares humildes, de familias
honestas, trabajadoras, donde se lucha el día a día en un medio de
desigualdades y exclusiones. Las familias coinciden en entender a sus hijos que
van a la universidad como una apuesta contra la humillación y una oportunidad de
progreso colectivo. La suma de las solidaridades del entorno llena la mochila
de los estudiantes cuando parten para la universidad, adentro van los recuerdos
de sus amigos, de sus parches, de las gentes del barrio, de los profesores del
colegio, todos comparten el honor de que uno de los suyos hará parte de la
elite de los universitarios. Los jóvenes que se quedan en su lugar de origen
tendrán menos oportunidades, su condena al desempleo parece estar sentenciada y
en su defecto los caminos de la guerra o la informalidad serán las grandes
oportunidades.
Menos
del 5% de jóvenes del mundo logra pisar un aula universitaria y terminar una
carrera. En Colombia, un país cuya mayoría de población es joven, por cada dos
que asisten a la universidad uno asiste a la guerra. Son 1.6 millones que van a
las aulas justamente para interpretar las teorías que permitan construir otros
mundos, mirar críticamente lo que ocurre a su alrededor y tomar partido por la
justicia guiados por ideas que sirvan para salir de la guerra y defender los
valores de la vida, de la convivencia y del dialogo. Alrededor de 800 mil más
se enlistan en las fórmulas de la guerra regular, irregular y circunstancial,
en donde a diferencia de la universidad la esencia está en la preparación
militar para el combate a muerte y los valores de allí ponen en la misma
balanza la vida y la muerte. En el telón de fondo apenas se dibuja un 0.4% del
presupuesto nacional para la educación y un 17% para la guerra, la defensa y la
fuerza que ofrece victorias aun a costa de la vida misma. Si las desigualdades
aumentan y la guerra se sostiene las violencias traerán mas lutos.
Nota de
Rebelión:
[1]
Marco Arley Fagua, estudiante de Ingeniería Civil en la Universidad Pedagógica
y Tecnológica, perdió su vida la noche del
lunes 14 de octubre. Según la versión oficial, una fuerte explosión
registrada en un edificio de viviendas al sur de Tunja fue causante de la
muerte del joven, de 22 años, y causó graves heridas a Cindy Johana Quintero
Rodríguez, estudiante de octavo semestre de Licenciatura en Ciencias Naturales.



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