Los estudiantes colombianos tienen a sus espaldas una larga tradición de rebeldía que se enmaraña con las coyunturas claves del pasado nacional. Aunque puede situarse el nacimiento del Movimiento Estudiantil en las primeras décadas del siglo XX junto con los vientos de la llamada Reforma Universitaria que inspiraron a la juventud ilustrada de todo el continente desde Argentina hasta México, esto no significa el comienzo de la agitación política en los claustros colombianos: el reducido estudiantado participó en conspiraciones y revueltas durante la independencia, engrosó las filas de las revoluciones liberales en el siglo XIX y se aprestó a tomar las armas contra la amputación Norteamericana de Panamá apenas despertando el siglo pasado.
En el siglo XX hay tres espacios dramáticos de la historia colombiana en los que el Movimiento Estudiantil jugó un papel masivo protagónico: el ocaso de la hegemonía conservadora a finales de la década del 20, la caída de la dictadura del General Rojas Pinilla a mediados de los 50 y la insubordinación generalizada que convulsionó las Universidades desde finales de los 60, cuyo punto culminante fue el Paro Nacional Universitario de 1971. Este último es un momento emblemático en el nacimiento de varias corrientes ideológicas de la izquierda colombiana. De entonces hasta ahora las Universidades colombianas son consideradas tanto por el régimen como por sus opositores como activos focos de subversión y disidencia, un juicio que no es para nada exagerado.
Con la aprobación de la Constitución de 1991 pero sobre todo con sus leyes específicas se abrieron para el país las puertas del neoliberalismo, que no es otra cosa que el imperio absoluto del gran capital y los mercados financieros. Muchos sectores de la izquierda siguen considerando la constitución del 91 como un gran logro de la democracia en un país esencialmente antidemocrático, pero obvian un detalle importante: aquella fue la base legal para el desmonte de todos los derechos y beneficios económicos adquiridos por el pueblo colombiano durante un siglo. La ley 30 de 1992 que reglamentaba el funcionamiento de las Universidades Públicas hizo lo propio en el ámbito de la educación superior restringiendo la “autonomía universitaria” y condenando los claustros a una asfixia financiera insostenible. Desde entonces las Universidades están obligadas a ampliar su cobertura pero los recursos aportados por el Estado permanecen congelados. Esta medida de Shock económico no ha sido correctamente comprendida en todas sus dimensiones; implica además un componente político e ideológico: forzar el sistema universitario por vías de la asfixia financiera y la austeridad a reconvertirse en algo totalmente opuesto a su ideario original. Para la gran mayoría de estudiantes pobres la receta significa la deserción o las deudas con entidades financieras para asumir el altísimo costo de las matrículas. Con las recetas mágicas de autofinanciación, recortes, liberalización y financiación privada el Estado no sólo abandonaba a su suerte las instituciones sino que abría paso a una concepción distinta de Universidad -la educación de mercado- donde el debate, la efervescencia, la agitación y la contradicción al régimen desaparecen. Bajo esta óptica las doctrinas neoliberales de la Escuela de Chicago buscan además de sacrificar al lucro de las corporaciones todos los ámbitos de la sociedad, erradicar la oposición política y la organización popular. Este último objetivo es tan importante como el primero. El Shock económico avanza junto al Shock político y militar. Con una sinceridad tenebrosa Francisco Santos, escudero rabioso del gobierno Uribe y primo hermano del actual presidente Santos, exigía públicamente electrochoques para los miles de estudiantes que marchaban pacíficamente por todo el país exigiendo educación gratuita: tal es “la doctrina del Shock” que describe magistralmente Naomi Klein, la metáfora no podría ser más transparente.
Perder las Universidades equivale a perder uno de los últimos rezagos de la resistencia. La izquierda es consciente de ello y el Estado también. No se trata pues, como critican ingenuamente algunos radicales de cafetería, de una simple pelea por mayor o menor presupuesto para la educación superior. Se trata de una ofensiva estratégica que los poderosos emprendieron, entre otras razones, para eliminar uno de los sectores más activos y críticos de la oposición en el último medio siglo, el Movimiento Estudiantil.
Aunque la receta comenzó a operar a mediados de los 90 sus consecuencias sólo empezaron a surtir efectos contundentes en la primera década del nuevo milenio. Los dos periodos presidenciales de Uribe Vélez estuvieron matizados de cientos de conflictos, huelgas y protestas estudiantiles por todo el país. Indígenas y estudiantes fueron los únicos contradictores permanentes en las calles al régimen de Uribe. En el gobierno de la “mano dura” estos movimientos desembocaron en coyunturas muy violentas, numerosos enfrentamientos directos con saldos de asesinados, encarcelados, desaparecidos o exiliados.
El último año ha sido la resultante natural de las tensiones y contradicciones represadas durante dos décadas. Literalmente, el sistema de Universidades Públicas colombianas no aguanta más: en términos financieros está al borde del precipicio. Políticamente los poderosos están cosechando la tormenta que plantaron y abonaron año tras año. Es una ilusión creer que la insurrección de los estudiantes colombianos obedece únicamente a motivos económicos y presupuestarios; un sector grueso del movimiento proviene de Universidades Privadas que no sufren acosos financieros, pero que son sensibles a la situación política y social de un país donde las élites tienen una dictadura de facto legitimada por una institucionalidad de bolsillo y sostenida con uno de los aparatos de guerra más grandes y sanguinarios del continente.
Al influjo del Movimiento Estudiantil Chileno, de las protestas en Europa y los países Árabes, los grupos y activistas en las Universidades comenzaron a preparar la pelea. La labor de coordinación, que había sido la gran carencia durante los años anteriores, logró unificar un sector social que es disperso por naturaleza.
El 7 de abril los universitarios respondieron a los anuncios del gobierno de profundizar la reforma neoliberal a la ley 30 con marchas inéditas. En Bogotá llenaron la Plaza de Bolívar y en la Costa Caribe, donde los movimientos sociales se daban por desaparecidos desde los años duros del paramilitarismo, los estudiantes salieron a la calle en masa. Las tradicionales Universidades públicas del centro y suroccidente superaron sus registros anteriores de movilización, lo que ya era un buen indicio de la acumulación de fuerzas para la pelea decisiva. La agitación en los claustros era constante: el 7 de septiembre las protestas coordinadas conmovieron al país y fueron particularmente masivas en las Universidades de provincia.
Cuando la Ministra de Educación María Fernanda Campo (una burócrata ignorante y más terca que un burro, que pasó de administrar una asociación de mercaderes capitalinos a sentarse en un ministerio) embriagada en un desprecio biológico hacia los estudiantes anunció a mediados de octubre que no habían leído la reforma o que no la entendían estaba franqueando el terreno de la discusión al de los insultos, pues podrá acusarse de cualquier cosa a los Universitarios pero no de incapacidad teórica. Estas declaraciones cayeron como gasolina encima del incendio y el 12 de Octubre las movilizaciones estudiantiles volvieron a llenar la Plaza de Bolívar y a inundar el país de indignación. Cada semana ocurrían marchas, tomas pacíficas, concentraciones o eventos públicos en tanto el Ejecutivo se ensoberbecía con una intransigencia prepotente y despótica.
Las Universidades públicas entraron en huelga: comenzaba el paro universitario. Algunas como la Tecnológica de Pereira o la Universidad de Antioquia ajustaban ya un mes paralizadas.
A principios de noviembre, el Presidente en continuas alocuciones hacía gala de su intolerancia y llegó a insinuar que para tumbar la reforma los estudiantes tendrían que pasar sobre su cabeza. Fue una declaración de guerra que rebosó la paciencia de un sector tremendamente combativo de la sociedad colombiana; la radicalización llegó al extremo, las huelgas y bloqueos de Universidades se agudizaron y los choques violentos dejaron varias instituciones militarizadas. En el pulso definitivo medio millón de estudiantes se echaron a la calle en todo el país y los universitarios llenaron por cuarta vez la Plaza de Bolívar en Bogotá el 10 de Noviembre, el mismo día que comenzaba la discusión de la ley en el Congreso. De toda la nación llegaron jóvenes, algunos caminando cientos de kilómetros desde sus ciudades y más de 100.000 personas colapsaron la capital con 28 marchas simultáneas. El artífice de los falsos positivos tuvo que tragarse su reforma y su soberbia mientras el Movimiento Estudiantil daba una lección inmensa de dignidad.
¿Cómo debemos valorar esta explosión de indignación y rebeldía? ¿Cómo el desgaste de una sociedad donde el proyecto de la izquierda nunca ha logrado materializarse y el de la derecha es una catástrofe para las mayorías? ¿Cómo el coletazo de una tendencia mundial de descontento que indica la agonía de un sistema agotado? ¿Cómo la válvula de escape a todas las atrocidades que el gobierno anterior cometió contra la gente y particularmente contra el Movimiento Estudiantil? ¿Cómo la respuesta de una generación sin futuro, llena de rabia ante tantas frustraciones y humillaciones?
Todos estos elementos entran a jugar en la explicación, aunque quizá sólo comprenderemos el fenómeno cuando esté agotado en sus alcances: igual que en 1971 este movimiento le entregará al país una generación de rebeldes que tendrán que encontrar una salida distinta para las encrucijadas que se plantean. Hay todavía mucho trecho por delante. Los grandes derrotados son los Partidos tradicionales y los traficantes de la política que se hallan desprestigiados mientras el pueblo dicta su voluntad en las plazas y avenidas. Cada día más desacreditada, la democracia de las bayonetas, los tamales y los chiqueros parlamentarios se revela inoperante y lejana, muy lejana, de las necesidades y prioridades de la mayoría de la población.
Hoy la clase la dieron los muchachos y las aulas fueron las calles: toda una cátedra de desobediencia a la tiranía. Los estudiantes enseñan e instruyen, muestran el camino. Obligaron a la oligarquía a tomar una lección de respeto hacia la furia del pueblo, que aunque esté adormecido puede volver a reventar en cualquier momento semejante al 9 de abril de 1948.
15 días después que la reforma se desmoronara los estudiantes volvieron a la calle el 24 de noviembre en solidaridad con sus compañeros chilenos y latinoamericanos haciendo una demostración de fuerza que nadie esperaba al son de las clases ya retomadas. El 2011 será un nuevo paradigma de la historia colombiana, en esta ocasión escrita debajo del caminar de una generación de osados con paso de elefante: por primera vez en muchos años acá el pueblo manda y el gobierno obedece.
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