Prólogo de "La encrucijada universitaria", del profesor Rafael Gutierrez Girardot
Hoy el campus de la universidad está habitado por ausencias numerosas y complacientes. Al parecer, están dispuestas a ceder ante el agravio gubernamental, la resignación estudiantil y la anormalidad académica. En breve, habrá más edificios inteligentes y burócratas energúmenos que universitarios. ¿A quién le conviene esta ausencia general del pensar? Los escritos de Rafael Gutiérrez Girardot aquí compilamos dan respuestas en retrospectiva a ese interrogante. Aunque fueron redactados entre los años cincuenta y los ochenta, gozan de una terrible actualidad fundada en su agudeza para pensar el sentido de la universidad. Es cierto que sus informaciones distan mucho de ser las de hoy, pero su mirada desde el pasado logra hablar al presente de una universidad asediada por la mercantilización del conocimiento y la violencia. Gutiérrez Girardot anuncia, desde hace casi 50 años, los síntomas que padecemos en el 2011. El primero y más grave de todos es la pérdida del sentido del estudio universitario. El Estado y las élites le han arrebatado al estudio su esencia antropológica, es decir, el deseo y la pasión por el conocimiento, y han transformado su propósito social, el anhelo por construir un país más justo, en una mercancía más del mercado y, en las actuales circunstancias, hasta en una mercancía deleznable. Hoy debemos recordarles a los apáticos y a los tecnócratas que “el estudio es una pasión, no una profesión, una aventura y un riesgo, no una carrera, un fuego, no un acto burocrático, el desafío de la libertad”.
La crítica de Gutiérrez Girardot a las élites colombianas que entorpecen la tarea de las universidades colombianas hace parte de su inventario más negativo. La observación directa de la incapacidad de las élites colombianas para afrontar y asumir sus responsabilidades históricas, lo llevan a un desánimo que se convierte en una denuncia. La crítica a las élites fósiles, a élites sin un mínimo grado de conciencia histórica del cambio social, es el centro de su reflexión-denuncia. Este inventario de los desaciertos y la errática conducción del país, parten de similares consideraciones que la de un contemporáneo suyo y a quien estima como un miembro de sensibilidad y cultura de excepción, a saber, el poeta Jorge Gaitán Durán, quien escribió La revolución invisible (1959). Gutiérrez Girardot hubiera hecho un retoque al título y lo hubiera llamado la reacción invisible, por la forma astuta y siempre casi efectiva con que las élites ―que también son juzgadas negativamente por Gaitán Durán― se convierten en un bloque de resistencia no solo al cambio efectivo, sino a las preservaciones de privilegios cada vez más voraces. Por eso Gutiérrez Girardot habla de la “astucia de la teología” que supo apoderarse de los espacios del pensar libre hasta hacer de la universidad un ente apenas al servicio de los poderosos y no un organismo colectivo capaz de construir la paz y la justicia tan anheladas.
Entre las instituciones que Gutiérrez Girardot juzga con mayor severidad están las universidades privadas. Eso en una época en la que todavía no eran cientos en todo el país. Ellas reproducen el particularismo; no son instituciones creadas, en realidad, por amor a la ciencia y para preservar el primado de la libre investigación, sino son enclaves del poder y del dinero, formas de caciquismo, con apariencia de instituciones educativas. Hoy en día hasta las universidades privadas más serias se siente amenazadas por la misma lógica del mercado que propone la reforma de la ley para autorizar la proliferación indiscriminada de “universidades de garaje” o fábricas de títulos.
Esta masificación incontrolada de la universidad, como se puede ver en los estudios de Gutiérrez Girardot, proviene del famoso Informe Atcon (1963). En su artículo, el ensayista colombiano reta a los propietarios y usufructuarios de las universidades privadas. Es de recordar que ese Informe ―que se hizo tristemente célebre por la enconada oposición del movimiento estudiantil de esa década y la siguiente contra la “penetración yanqui”―, afirmaba la necesidad de sustituir la vieja estructura politizada e ineficiente de la universidad estatal por modernos campus privados de educación superior. Cabe, sin embargo advertir, que el Informe Atcon coincide parcialmente con argumentos de Gutiérrez Girardot, en el sentido del lamentable y vergonzoso atraso universitario, en la indispensable modernización de una estructura universitaria inviable para el desarrollo y la sociedad de masas urbanas y, sobre todo, en la indispensable dignificación de la actividad del profesor universitario, en la necesidad, pues, de crear un cuerpo docente profesionalmente capacitado, competente científicamente y bien remunerado y no explotado descaradamente, tal como acontece con los docentes de cátedra. En fin, estos argumentos de Gutiérrez Girardot guardan afinidad con las observaciones de la imposibilidad de enfrentarse creativamente a la sociedad de masas sin el personal correspondiente.
Gutiérrez Girardot fue un crítico de las élites, pero igualmente se mantuvo distante de los movimientos políticos y estudiantiles. La razón era primero de orden intelectual, a saber, constataba que esos movimientos estaban modelados por el marxismo-leninismo, es decir, por una forma abreviada y necesariamente confusa de la obra de Marx. Este marxismo-leninismo no era solo una cartilla o píldora dosificada del exigente Marx, sino que su temple o inspiración era autoritaria. Entre los modos de argumentar del leninismo y la escolástica no hay mayor diferencia. Este modo de argumentar es dogmático, tiene la respuesta previa a la pregunta y es en el fondo un catecismo. El movimiento estudiantil no se ha dado cuenta de que “su rebelión expresa de manera vehemente a la sociedad que quiere combatir, la expresa en sus íntimos y en sus contradictorios deseos”. La violencia, la demagogia y la pobreza crítica “repite[n] en la universidad el sistema completo de valoraciones de la sociedad” que se intenta transformar. Por eso es que, según Gutiérrez Girardot, el líder estudiantil que lanza sus arengas “no se diferencia en nada absolutamente del viejo cacique o demagogo tradicional” y sus argumentos están “por encima o al margen de toda crítica”.
conjunción de elementos Tal disonantes explica el alto grado de perversión del sistema universitario colombiano. Se trata de una deformación del principio liberal de la iniciativa privada, complementado por una abreviada interpretación de la libertad de enseñanza, que fomenta el egoísmo, profundiza de manera arrogante la división de las clases sociales e inculca en los privilegiados —y consecuentemente, en los no privilegiados— la ambición del enriquecimiento fácil y rápido. ¿Cómo han de sorprender la mafia y los demás fenómenos de delincuencia como el secuestro, etc., es decir, modos de enriquecerse fácil y rápidamente, si el sistema educativo de la libertad de enseñanza y de la iniciativa privada enseña a enriquecerse rápida, fácil y desconsideradamente? Para los no privilegiados, la educación de los hijos es un peso, un sacrificio. ¿Cómo esperar que esa mayoría tenga una imagen cabal de lo que es una universidad, de lo que una universidad puede lograr para la pacificación, la libertad, la justicia social y el mejoramiento y sostenimiento de estos bienes?
¿Cómo, pues, atender a las demandas de una modernización democrática de la institución universitaria en medio de las frustraciones sociales y políticas? Colombia ha cambiado en las últimas cinco décadas, pero los problemas de su universidad pública siguen agobiándola en no menor medida. La tarea y la significación de las “Misiones para la Ciencia y Tecnología” y de la “Modernización de la Universidad” de principios de los años noventa y el papel dinamizador de Colciencias, contando con todos sus equívocos, no pueden dejar de contarse entre los aciertos de la universidad colombiana de hoy. Pero entre sus errores más graves está el caótico, desordenado e irresponsable crecimiento de cientos de universidades de garaje, que ocupan manzanas y edificios en menos de una década, y cuyo nivel es ínfimo y deplorable. Para no decir que la reforma a la ley 30 postula degradar a la universidad en general, permitiendo que toda institución de educación, sea cual fuere su origen, pase de ser de educación superior, es decir, a convertirse en empresa universitaria. Pero la universidad no es un edificio de oficinas. La universidad es vida universitaria y la vida del conocimiento no proviene de la dictadura de clases, sino de la amplia y rica vida cultural, en donde se cultiva la amplitud del mundo gracias a las experiencias concretas y reales de las ciencias, de las artes, de las expresiones culturales de los más variados modos de entender el mundo. La universidad colombiana no puede seguir esquivando su responsabilidad histórica de ser una universidad multicultural, en donde los grupos sociales y los sistemas de pensamiento occidentales y no occidentales tengan el mismo lugar de dignidad. De no ser así, nuestra sociedad se seguirá distinguiendo por ser multiracista y pluriexcluyente.
Al lado, está sin duda, como otro gran interrogante, los procesos de acreditación que, en las últimas décadas, se imponen, bajo los equívocos modelos importados del chileno J. J. Brunner. Esta equivocidad se funda en un reconocimiento de la legitimación de la universidad privada, de última generación (es decir, de la lumpenización de la universidad privada, pues ella como adujo el gurú hechizo “supo oír el mercado”). Pero el fundamento, o ADN de las violencias siguen presentes, y se pueden rastrear en estos ensayos de Gutiérrez Girardot sus procesos de “larga duración”. La pertinaz incapacidad de las élites por formular una idea de Estado, de sociedad y de sus instituciones fundamentales para su modernización, se hace patente más que nunca. El privilegio consentido y la complicidad generalizada de sus falsas y equivocadas actuaciones, en este último medio siglo, solo han intensificado la criminalidad, la violencia, la corrupción en todas sus formas, la injusticia y han derrumbado los caminos para una verdadera convivencia y un desarrollo sustentable y equitativo.
El fracaso de la nación, es realmente el fracaso de la conducción de la educación por parte de las élites tradicionales que no han querido encontrar los modos socialmente más justos para su relevo. La relación entre valores culturales, medios, oportunidades y estímulos de todo orden no se han discutido a fondo y con todas sus inferencias. Acallar las voces de protesta, suprimir la crítica y amordazar los productos de la inteligencia que sueña una nueva sociedad, vale decir, los fundamentes críticos de esa sociedad, deben tener en la universidad ―en la universidad pública, no contaminada del autoritarismo que le ha venido minando su potencial renovador― su espacio natural para repensar la sociedad. Mientras ese espacio privilegiado siga en manos de los representantes del tradicionalismo hispánico y eurocéntrico, reinará la confusión, el desorden, el caos institucionalizado. Estas son, creemos, las lecciones de las reflexiones vigentes de Rafael Gutiérrez Girardot sobre la universidad y estas reflexiones son una asignatura pendiente de estudio y consideración para la sociedad colombiana de hoy.
El Ministerio responde ahora con dos claves monocordes: ampliar cupos y legitimización consensuada. Para la primera recita que faltan 600.000 estudiantes en pregrado, es decir, corea lo que un cierto rector sopló al oído de la Ministra y ésta la repite sin más a la opinión pública. Canta que faltan 50.000 estudiantes en posgrados, es decir, vuelve a corear lo que el mismo cierto rector sopló a la misma Ministra y ésta sin más la recita a los colombianos. Pero esa cifra, como toda cifra es algo encapsulado. Como cápsula se convirtió en consigna populista oficial: “La reforma garantiza 650.000 cupos en cuatro años”. Esto es un imponderable insoportable y descarado. No solo porque no hay dinero, sino simplemente porque, en todos los sentidos, en ninguna parte del mundo, es imposible ampliar una cifra de 650.000 con la misma capacidad instalada. Es, en estas condiciones, una burda melodía. El dinero que ofrece el gobierno es otra cifra, esta vez variable, para cubrir ese enorme déficit. A veces esta cifra es un billón y medio de pesos, luego seis, y últimamente se mencionan once para los próximos diez años. El capricho solo de las cifras que se entonan, como juegos de música-fiscal, no traduce ninguna realidad con certidumbre: son desafinadas trampas que rompen los oídos.
¿Necesitamos acaso 650.000 estudiantes más, por ejemplo, de derecho? Si son 650.000 estudiantes, ¿dónde se ubican, en qué sector del espectro, en qué región, a qué clase social se orienta, etc.?¿Cuál es la discriminación real, social, cultural, técnica, de esa cifra? No hay respuesta a la mano, por la sencilla razón que el aludido rector y la ministra desconcertada hablan solo de cifras encapsuladas; indescifrables. La cifra se pone como una meta irreal, como un castillo fantasioso, como medio efectista que elude el enorme vacío socio-histórico, sin importar el sentido o alcance de cada sílaba pronunciada o recitada. La candorosa forma en que se cuentan estas fantasías de arlequín es una tradición nacional, pero esa tradición romántica la rechazamos. Con tres dedos de responsabilidad en una frente seria, se sabe que por arte de conjuro verbal no se crea de la noche a la mañana –en cuatro años- un número de estudiantes universitarios que todas las universidad públicas existentes no ha podido albergar. 650.000 estudiantes no son solo 12 universidades Nacionales, sino que la Universidad Nacional de Colombia que tiene unos 50.000, con todas sus sedes, ha precisado 75 años para consolidarse como la primera universidad colombiana y ocupar, con dignidad patria para sacar pecho (“patria, te adoro en mi silencio mudo…” y sordo y ciego), los últimos renglones en el ranking mundial de las 500 mejores universidades del mundo. 650.000 estudiantes son 20 Universidades de Antioquia, o 10 Universidades, sumadas las de Antioquia y la del Valle juntas. Habría que advertir que estos centros universitarios alcanzaron cifras récord de masificación, gracias a la política de hacinamiento universitario que lideró ocho años la otra Ministra, Vélez White, de muy ingrato recuerdo. Lo que se llamó cobertura fue, en realidad fue hacinamiento, sobre la base de ampliar cupos indiscriminadamente. En una década la Universidad de Antioquia aumentó su matrícula en 10.000 estudiantes –es una intrauniversidad en la universidad de antes-, cuasi con el mismo presupuesto, cuasi con la misma planta profesoral de hace 12 años, y exactamente con la misma infraestructura en su Campus universitario de los años setentas. Así que la ocurrencia de la cobertura-hacinamiento ya llegó a su tope e improvisar en este punto es un imposible. 650.000 estudiantes precisan además –y esto no está en los cálculos ministeriales y casi ni en los rectorales- algunos profesores demás. En otras palabras, 650.000 es una dimensión numérica inconmensurable; una cifra tabú, una superstición, una farsa más, una consigna de gobierno, que cobra la dignidad de dogma universitario. Y por lo cual la reforma se profetiza aprobada por el congreso.
Luego vienen las declaraciones que cada vez son más enfáticas de la Ministra, que pasaron hace unas semanas del tono del consejo a la doméstica a una actitud desafiante que se va acercado a Comandante de brigada ante la tropa sublevada: “He consultado a todos los sectores universitarios”. La mentirilla, repetida en cada uno de los medios, podría ser piadosa para dirigir la vida empresarial de la que procede y de la que mentalmente no está dispuesta a desertar. “Soy Ministra, por tanto soy ejecutiva, por tanto gerente, soy patrona, pues, y mi palabra es la ley de los estudiantes”. Pero los estudiantes no fueron consultados; pero tampoco los profesores fueron consultados; ni los profesores de planta, ni los ocasionales ni mucho menos los de cátedra, estos últimos que soportan entre las dos terceras partes a las cuatro quintas partes de la vida docente de las universidades. No fueron consultados los profesores de las universidades públicas, ni los profesores de las universidades privadas, que son también víctimas del sistema. Tampoco se consultaron a otros sectores: como los trabajadores, los sindicatos, las secretarias, los indígenas, los afrodescendientes, los que desertaron, todo quien conforma el múltiple espectáculo que a diario da vida a la universidad. Tampoco estos sectores vitales de la universidad fueron incluidos, en la reforma, en los órganos de representación de las instancias directivas de la universidad. Ellos fueron los invitados de piedra a este festín de mentiras, con que se pretende imponer la reforma. Porque como desafío el señor presidente clama: “Protesten que la reforma la impongo… adelante, Ministra”. Todos estos sectores no fueron consultados, ni al principio del proceso, ni en el medio, ni al final. Pero no acaba allí la no-participación… El asunto descansa en el hecho de que el gobierno se arroga, producto de su herencia autoritaria de la era uribista, a ejercer una función jerárquica y vertical –en realidad la última esencia autoritaria del Frente Nacional- para dirimir sus problemas en temas de educación. No es difícil comprobar que no ha habido Ministro de Educación, desde Pedro Gómez Valderrama, que sepa leer y escribir. No ha habido un genuino profesor, un académico respetado por la comunidad universitaria, al que se le haya confiado este Ministerio en más de medio siglo; los que han circulado por allí no son solo gente extrauniversitaria sino antiuniversitaria que piensa extra y antiuniversitariamente el problema universitario. El Ministro de educación –cualquiera sea él- parte de la base que sus enemigos son los profesores asociados de las universidades públicas y los estudiantes de las universidades públicas. Esto se pone de presente en esta ocasión, como en miles de ocasiones más. Mandan o presumen mandar sobre una comunidad que no conocen, que no respetan, de la que no proceden, ni interpretan sus demandas internas. Mandan como si se tratara de su finca, de su industria, de su gremio privado. Es tan deprimente el asunto de esta reforma o más bien del conjunto desarticulado de las reformas que emprende el gobierno actual que presume resolver el problema de la justicia sin pensar en reformar a fondo los estudios de derecho, o sea una disciplina central de nuestra tradición universitaria, de la que procede o es causa de los problemas de la justicia; presume reformar la salud sin reformar las facultades de medicina o salud pública, en la que los estudios universitarios están implicados decisivamente; presume reformar el agro sin demandar las condiciones de conocimiento científico, tecnológico y técnico –en los que algo tiene que ver la ciencia universitaria- para reformar el agro, etc. Es decir, son reformas en que no se piensan las relaciones reales de la universidad con la sociedad, y en las que la universidad –la pública- se sigue entendiendo como una institución adjetiva, accesoria y casi sobrante de la compleja vida nacional. No se piensa –ni parece que no se va a pensar por lo pronto, sino solo imponer- que sin la pregunta de ¿qué universidad para qué sociedad?, es decir, la pregunta del presupuesto de una reforma sustancial que responda al deseo utópico de la sociedad justa, de mano de una universidad, sustancialmente, representativa, competente, democrática.
Pero hay otra cifra que no le sopló el eminente rector a la cándida Ministra: en el país falta 10.000 doctores activos en la universidad para hacer el sistema potencialmente competitivo en la región. Hay solo 3.000. Es decir, estamos a la cuarta parte de la proyección de los años noventa. En pocas palabras: el país ha formado 3.000 doctores en los últimos veinte años. La posibilidad de cumplir la meta trazada, es remota, porque además de que este proyecto de reforma no la contempla -ni siquiera en sus consignas-, los recursos de los programas doctorales son insuficientes. Las tres universidades más importantes del país, Nacional, Antioquia y Valle, tienen un muy reducido número de programas doctorales. Hay regiones enteras del país que no conocen esta palabra; por la sencilla razón de que un programa doctoral está alimentado por un sistema de investigación sólido. Aquellos van de la mano de este. Así el desequilibrio de universidad a universidad y de región a región es gigante; ciudades, como Bogotá o Medellín, se vive en diferentes eras glaciales en la investigación y por tanto en la capacidad institucional de crear doctores. Su compleja infraestructura de bibliotecas, bases de datos, laboratorios y sobre todo profesores, quedaron por fuera de las meninges ministeriales. Este gran déficit ha sido silenciado consciente, voluntaria y brutalmente, en esta reforma. Ella no contempla la articulación del sistema de pregrados con los posdoctorados, la universidad como institución de investigación.
¿Cuánto cuesta un doctor? Por supuesto un doctor no se saca de la manga, ni siquiera de esta Ministra. Un doctor es el producto de un sistema social, de un entorno cultural y de una voluntad institucional y personal de largo plazo. Los costos no son solo económicos, sino vitales, mentales, psíquicos, familiares, universitarios: se trata de un esfuerzo de unos cinco o seis o hasta diez años, dependiendo de situaciones, en que un individuo se concentra a desarrollar un tema de investigación. Pero esta práctica compleja precisa de preguntas de semejante envergadura: ¿investigar qué, cómo y para qué sociedad? En este debate el director de Colciencias, que siempre se le ve tan locuaz y animado en otros escenarios, hizo mutis por el foro: se quedó callado para cumplir con su destino mimético de oportunista funcionario de confianza.
La tarea elemental es propiciar una convocatoria nacional universitaria que se oponga al deterioro creciente de la universidad. Una gran convocatoria que implique y comprometa a las organizaciones internacionales competentes, pero sobre todo a los sectores más vulnerables de la población colombiana, discriminados de la vida universitaria, como son los sectores indígenas, afro-descendientes y millones más de marginados a la vera de los ríos o trepados en la comunas sin futuro. Sin esta marcha multicolor del conocimiento, en la que la universidad sirva de pivote de integración contra una nación decidida a su suicidio colectivo ―para decirlo objetivamente, si se tiene a la mano el mapa del terror que siembran todas las organizaciones criminales visibles, invisibles, solapadas, que obran a la sombra o abiertamente―, se seguirá en la misma danza macabra. Mientras la educación nacional viaje en el vagón de tercera del gobierno, el futuro de Colombia será anticipo de sus pasados más tenebrosos. Los capítulos del pasado serán cuentos infantiles; las guerras civiles del siglo XIX o la violencia de los cincuenta o el ciclo inconcluso del terror narco-paramilitar, iniciado por el Cartel de Medellín, serán amenos relatos populares para adormecer a la niñez colombiana. Sin el menor ánimo profético, el saqueo a la educación universitaria anunciará otra y otra y otra faena de la destrucción de lo humano.
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