Por Miguel Ángel Beltrán Villegas
Escribía Quevedo en su famosa carta al poderoso Conde de Olivares que le había impuesto la censura: “No he de callar, por más que con el dedo, tocando ya la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo”.
Los verdugos de la palabra y la razón me han colocado tras las rejas con la pretendida ilusión de que ellas impedirán expresar mi pensamiento crítico y quebrantar mi moral; quisiera decirles que no lo han logrado ni lo van a lograr. Nada, ni siquiera la amenaza de una condena ejemplar por no admitir el delito rebelión, hará cambiar mi compromiso con un pensamiento alternativo al pensamiento único que se nos quiere imponer y que ubique en la lucha de las ideas, el eje de la disputa por una Colombia más soberana y más humana.
Sólo que si antes, libraba esta batalla en las aulas de clase, en los recintos universitarios y en los foros públicos, hoy debo hacerlo desde este pabellón de alta seguridad, donde pese a las deplorables condiciones de supervivencia, he hecho de él - al igual que millares de presos políticos más- otro espacio de resistencia y lucha por la libertad de pensamiento.
Históricamente las ciencias sociales han sido blanco de los poderes de turno, que han visto en su praxis discursiva una amenaza para sus mezquinos intereses políticos y sociales. En los años sesenta y setenta, centenares de intelectuales fueron perseguidos, encarcelados y forzados al exilio, cuando no asesinados, por las dictaduras militares que se impusieron en Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay y Bolivia. De esta forma pretendían los mandos castrenses cortar de tajo la investigación social comprometida y amordazar el pensamiento crítico, sin que las fronteras nacionales constituyeran un obstáculo para su tarea represiva como lo puso al descubierto la llamada “operación cóndor”.
Pero así como hubo pensadores que con sus posturas “neutrales” y su silencio terminaron por legitimar estas prácticas autoritarias, hubo también pensadores que a contrapelo de este pensamiento hegemónico, no dejaron de proyectar su mirada crítica, sufriendo las consecuencias de un poder despótico que proscribió sus escritos, cerró sus centros de investigación y amenazo sus vidas.
Los nombres de Sergio Bagó, Gregorio Selser, Ruy Mauro Mariné, Rene Zavaleta Mercado y Eduardo Ruiz Contardo, entre otros muchos, hacen parte de esta legión de pensadores críticos que desafiaron abiertamente la censura impuesta por los militares, y gracias a esta coherencia con sus ideas críticas pudo enriquecerse la Teoría Social Latinoamericana con sus aportes al estudio de la democracia, las clases sociales, el desarrollo, la cultura y el Estado.
En Centroamérica se hizo tristemente célebre el episodio sangriento que cobró la vida de varios intelectuales jesuitas, entre los que destacaban el filósofo Ignacio Ellacuría y el psicólogo Martín Baró, asesinados en el mismo campus universitario, por escuadrones de la muerte amparados en el Estado, que los señalaban como ideólogos de la guerrilla salvadoreña.
Colombia no constituyó la excepción, pese a ufanarse de tener la democracia más estable del continente. Por estos mismos años el cofundador de la facultad de Sociología de la Universidad Nacional y su compañera sentimental y también socióloga, María Cristina Salazar, estuvieron privados de su libertad bajo el amparo del Estatuto de seguridad Nacional, promovido por el gobierno de Julio César Turbay Ayala, todo ello por su compromiso con una ciencia social, crítica, propositiva y de cara a las necesidades del pueblo.
Pero mientras en aquellos países que padecieron las dictaduras militares, en los últimos lustros se abrieron importantes procesos de transformación política y social; en Colombia el Estado mantuvo vigente los principios fundamentales de la doctrina de la seguridad nacional, actualizados bajo la política de la “Seguridad Democrática”, que criminaliza la oposición política y la protesta social; que equipara el delito de rebelión con el delito de opinión; que coloca a la población civil como blanco fundamental de la lucha contrainsurgente y que presenta a las víctimas de la represión oficial como guerrilleros muertos en combate. No sorprende, entonces, que bajo este esquema represivo la persecución contra el pensamiento crítico se haya incrementado.
El sociólogo y periodista Alfredo Molano ha tenido que salir varias veces del país amenazado por la intolerancia del régimen y fue objeto de un proceso judicial por injuria y calumnia iniciado por la familia Araujo, fundamentando su denuncia en una columna periodística publicada por Molano en el Espectador. Más recientemente se han presentado los casos del profesor William Javier Díaz y el artista Luis Eduardo Sarmiento. La detención de este último además de criminalizar el trabajo artístico de un joven comprometido con las causas populares, constituye una clara represalia contra su padre, el intelectual Libardo Sarmiento, en un intento por acallar su voz crítica y su valiente mensaje democrático.
Así mismo, Fredy Julián Cortes, docente de la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional y con quien compartía prisión, fue presionado para que reconociera el delito de rebelión y de este modo, recibir los beneficios de un sistema penal acusatorio basado en una lógica de castigos y recompensas.
En algunos casos la represión no se ha limitado al simple encarcelamiento sino que se ha extremado hasta la aniquilación física de la persona. Es el caso del Sociólogo Alfredo Correa de Andreis, impulsor de la Asociación Colombiana de Sociología en la Costa Atlántica, quién fuera encarcelado y luego asesinado con la complicidad de los organismos del Estado, tras demostrarse su inocencia. Una suerte similar sufrió el profesor Edgar Emiro Fajardo Sociólogo de la Universidad Cooperativa.
Bajo la retórica de la “amenaza terrorista”, quienes hemos asumido una postura crítica y nos hemos opuesto a la política guerrerista del Estado colombiano se nos pretende estigmatizar y señalar como “ideólogos de la subversión”, esta es la razón fundamental por lo que me encuentro privado de la libertad y enfrentando un juicio por los “delitos de rebelión” y “concierto para delinquir”.
Quisiera antes de terminar y para conocimiento de todos los lectores, hacer una breve referencia a mi situación jurídica: En la audiencia preparatoria celebrada hace algunos meses, se incorporó como testigos en mi contra a víctimas del conflicto armado y social (desplazados y efectivos del ejército que han sufrido lesiones por la colocación de minas antipersonales), ninguno de los cuales tiene relación directa conmigo, pero que han sido reconocidos como testigos a favor de la fiscalía con el argumento que (cito textualmente) “Las víctimas de las FARC deben ser indemnizadas por aquellos académicos, dirigentes políticos y demás personas que son investigadas por supuestos nexos con la subversión”.
Esta situación revela un ataque más a la universidad pública, en el marco de un proceso de hostigamiento, evidenciando en las detenciones arbitrarias, la intromisión de la fuerza pública en el campus universitario, el asesinato y desaparición de estudiantes, las amenazas a profesores críticos, la solicitud por parte de la fiscalía General de la Nación de los listados de estudiantes pertenecientes a universidades públicas de Bogotá y la proliferación de acusaciones por rebelión a miembros de la comunidad universitaria.
Por eso, aunque soy inocente de los cargos que se me imputan, no espero justicia de estos tribunales venales, porque esta palabra parece haber desaparecido en nuestro país. Mantengo sin embargo, firme mis ideas y convicciones y aunque en este momento los inquisidores del régimen controlen desde su panóptico todos mis movimientos y violen flagrantemente mis derechos fundamentales, encadenen mis pies y manos, jamás impedirán que mis palabras críticas atraviesen los blindados muros de este establecimiento, porque tengo la fuerza de los que creen en el respeto de la dignidad humana.
Quiero concluir este escrito evocando las palabras de ese pensador crítico que fue Antonio Gramsci, a quién el fascismo pretendió quebrar como revolucionario y trato de impedirle pensar durante décadas, condenándolo a morir tras las rejas. En la carta a su madre decía el filósofo italiano estas palabras que ahora hago mías:
Quiero que comprendan bien, incluso con el sentimiento, que yo soy un detenido político y seré un condenado político, que no tengo ni tendré nunca que avergonzarme de esta situación. Que, en el fondo, la detención y la condena las he querido yo mismo en cierto modo, porque nunca he querido abandonar mis opiniones, por las cuales estaría dispuesto a dar la vida, y no sólo a estar en la cárcel y que por eso mismo yo no puedo estar sino tranquilo y contento de mi mismo.
NOTA: El presente mensaje en la botella fue publicado en la versión impresa de la Revista Cultural El Salmón. Ibagué, Edición XVI, Semestre B- 2010.
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